jueves, 31 de julio de 2014

El radarista

Cuando a mi viejo le pusieron una válvula en la nuca empezó a delirar. En realidad aquellos sueños despiertos del sanatorio no se volvieron a repetir una vez devuelto a su piso 12 de pleno centro de Rosario. Sin embargo yo tenía curiosidad por saber que pensaba ahora mi padre de todo aquello. Como existencialista mordaz que era, su juicio nunca fue permeable a la influencia de ángeles y paraísos. Pero yo tenía la sospecha que todos los estamentos de su andamiaje antisobrenatural se habían derrumbado secretamente en su interior por causa de eso que vio, ¿O vivió? en su internación.

-Papá, ¿Podés recordar ahora esas visiones que tenías en el sanatorio? Le pregunté como seis meses después de operado.
-Sí, perfeectamente – me repondíó serio sin mover un músculo de la cara.
-¿Y qué pesnsás de eso? Ahora que estás lúcido ¿Que es verdad? Insistí.
Asintió dos veces con la cabeza – Sí- respondió gravemente.

Luego ya no quiso explicarse más ni responder otras preguntas sobre el asunto. Giró la cabeza hacia el televisor y se dispuso a ignorarme para persuadirme con ese gesto que ya no lo molestara. Y así lo hice.

Un par de años antes de su operación, y casi inmediatamente después de que su fábrica se fundiera, se sentó en un sillón y paso casi dos años allí esperando que la muerte venga a buscarlo. Conservaba su lucidez pero prefería el silencio y la abstracción. Se pasaba todo el día con su bata de rayas verdes oscuras, que hoy duerme en mi placard, y se trasladaba del sofá a la mesa para cenar. Se servía el vino inclinando cuidadosamente la botella hasta lograr que la bebida llegara al tope. Todas nuestras miradas, en ese momento se concentraban allí, en el vaso, en esa caprichosa maniobra de llenarlo hasta el borde, ni un centímetro menos. Luego se lo llevaba a la boca haciendo equilibrio con una mano temblorosa efecto de las pastillas que tomaba, y arrimaba la boca para beber el primer sorbito.

En esos últimos años su compañía nunca resultaba reconfortante. Lo visitaba un par de veces al mes y me iba de su casa sacudiéndome la pesadez como lo hacen los perros luego de una zambullida en el agua. Sus pocos comentarios resultaban circulares y caían siempre en el punto de la culpa y el fracaso. Su charla se había vuelto densa y parecía la de un hombre que sujetaba una pesada piedra colgando de un abismo. Uno estaba ahí y en su monólogo entraba en la vertiginosa sensación de ser arrastrado también hacia el vació.

Le dolía la nuca y los neurólogos descubrieron que una válvula en la base de su cerebro no funcionaba adecuadamente y decidieron operarlo. En el post operatorio comenzaron las alucinaciones. Entonces el neurocirujano se convirtió de repente en un capitán de navío con la secreta misión de asesinarlo.

Sus relatos de viejo convaleciente se me comenzaron a fundir con los recuerdos que yo tenía de sus propios relatos de juventud, y algo de todo aquello cobro un misterioso sentido en mi, percibí en eso una rara concatenación de referencias.

Mi viejo fue un ingenuo y orgulloso marinero en la revolución libertadora que derrocó a Perón ese fastidioso 16 de septiembre de 1955. El estuvo ahí con 20 años siendo el radarista de la nave escolta del almirante Rojas. Y creo que siempre sintió orgullo de su participación en aquellos episodios. Luego fue un destacado militante de la izquierda de Silvio Frondizi, sin embargo, por su modo de relatar los hechos, engolando la voz y sacando pecho, creo que la mística de la marina con sus charreteras bordadas en dorado, y sus blancos uniformes lo cautivaron, incluso hasta el día de su muerte. Fue un día trascendente para la patria y para él. Algo que jamás olvidaría porque su flota cañoneó varias veces y sufrió una sola baja, trágicamente la de su amigo, el radarista de la otra nave escolta. Una bala perdida lo mato. Mi viejo sintió que ese destino pudo ser el suyo.

¡Mami sacame de acá, me quieren matar! Decía mi viejo revolvíendose impaciente en la cama del sanatorio.

Y entonces aquella historia y esta, pensaba yo, mirándolo desde la otra cama. El neurocirujano, que disponía de su vida, se había vuelto un malévolo capitán de navío. Un joven radarista había muerto en la batalla. Y quizás, con la nueva válvula en el cerebro, el 55 había regresado abriéndole paso a unas heridas aún sangrantes que comenzaron a brotar, como el disparo de aire de una ballena, desde el fondo mismo de su memoria.



Un barrio de crayon

La calle Baigorria era el camino obligado para llegar a mi barrio, ubicado allá justo, en el culo del mundo. La empresa norteamericana Field lo había construido dentro del límite geográfico de Rosario, pero al borde de la Av. Circunvalación, y por mediados de los años 60, en que se fundó Parque Field, por la zona no había más que caballos y descampados con algunos alambrados y dos o tres bebederos para ganado. Recuerdo haber andado por allí con el negro Héctor una tarde de lluvia, y ver una vaca sumergida hasta el cuello en uno de esos pozos. Eran así de profundos, y diriá hoy, que fueron hechos por una retroexcavadora.

Mi barrio de los confines del mundo estaba custodiado por dos fortalezas industriales: Al este con la Cerámica Alberdi y al oeste por la Cristalería Cuyo, que si uno pasaba cerca, podía escuchar claramente el incesante ruido de vidrio moliéndose, y desde cualquier punto del barrio, se avistaban sus dos altas chimeneas, pintadas de rojo, que disparaban cordones de humo blanco sin elegir ningún papa. Esas empresas sin embargo, eran ajenas a la vida de sus habitantes, salvo por la sirenas que marcaban el cansino rítmo de sus horas sin reloj.

Las casas tenían arbolitos recién plantados en las veredas, perfectamente trazadas, entre los jardines y la calle, como en los dibujitos animados. Con callecitas circulares, placita, escuela y club. Sus casitas podrían verse tal como aparecen en el film El joven manos de tijeras. Cada una tenía un porche con un cantero bajo y alargado frente a la ventana de la cocina, techo a dos aguas, y un pinito delante del living, en el jardín, que desde el primer año de vida, fue utilizado para colgar lamparitas de colores, que titilaban en las vísperas de las primeras navidades de mi infancia, en inolvidables noches profundas y vírgenes, de cielos estrellados.

Su magia arquitectónica infundía un sueño de igualdad, una sensación de hermandad que todo los niños que allí crecimos recordamos de esa manera. El otro día nos reunimos allí, en la casa de Pablo Docampo, que aún conserva su diseño original, y al cruzar apenas el jardín y abrir la puerta de la cocina, me pareció estar entrando a mi propia casa, a la de Héctor, a la del cabezón Ginesci y a la de todos los amigos de mi infancia. Hasta le pedí permiso para pasar al baño, sólo para verme a mi mismo, enjuagándome en la bañera con diez años de edad.

Y fue misteriosamente también, un barrio solitario, lleno de vida, que quizás por su lejanía fue resguardado de guerras y atrocidades, de hambre y olvido, cosas que recién descubrí cuando decidí caminar más allá de sus fronteras. ¿Será mi barrio un barrio mágico y flotante? Con los años y la distancia Parque Field aparece en mi memoria como un dibujo de crayones, con un cielo de intenso celeste y un sol radiante.



Invierno

Me recuerdo mirando y tocando, descubriendo de qué estaba hecho el mundo. El que me pareció el primer frío, sentado solo en la hamaca de madera de la placita, las cadenas helando mis manos, las mejillas congeladas, un poco adoloridas, y las ramas peladas de los árboles, como suplicantes manos sobre el desértico cielo gris.

Un gastado jogging dentro de mis botas azules, caminando por los charcos luego de la lluvia, con campera y bufanda, acariciando el húmedo lomo de una pequeña rana atrapada entre mis manos.

El cristal empañado, salpicado de lupas de agua, mirando la calle mojada, abandonada de niños espectantes como yo. Madrugadas en las que salía hacia la escuela, soplando vapor con un pullover tejido grueso debajo del delantal, mientras aún la noche resistía el día, y la quebradiza escarcha cubría el pasto y las aguas barrosas de las cunetas.

Tan intimidante invierno, que viene a mi cuando siento los primeros fríos del año. Hasta un poco de miedo, como un susurro de advertencia que se agita impaciente en mi interior. Como un reto de supervivencia, como un desafío a la voluntad. Árido invierno, de aire límpido y helado. Intenso hostil invierno de la infancia, imagen primera de la soledad.

Un largo chorrito por la 17

Formábamos equipos de dos. Había que recorrer la mayor distancia posible meando el asfalto sentado en la moto de espaldas al conductor. Es decir uno manejaba y el otro meaba. La calle 17 era la única recta larga del barrio, de manera que ese era el único escenario posible para la competencia. En cuanto al momento elegido, no había nada programado, nos juntábamos, y fuera noche o día, se largaba igual, salvo que lloviera, en cuyo caso no se podía distinguir el chorrito en el pavimento.

La ecuación que siempre resultaba vencedora era la que lograba reunir dos elementos esenciales. 1 Tener muchas ganas de mear (acompañante). 2 Acelerar a fondo para que el chorrito rindiera más metros sobre la calle (conductor).

Parece simple, pero bajarse los pantalones, o abrirse la bragueta arriba de una moto (era parte del reglamento) no resultaba nada sencillo. El otro gran peligro eran los badenes, esas hondanadas del suelo, que tomadas a gran velocidad, dejaban al acompañante suspendido en el aire por unos instantes, y podía terminar en un revolcón, con el pito apretado en la cremallera y los vecinos que se te venían al humo indignados.

Había que hacerlo en mi Honda C90 roja y cremita, porque era la única de doble asiento. Era el tiempo del reinado de la Zanellita 50 (evolución de la Bambina 48), que contaba con un sólo asiento, tan duro, que luego de conducir varias horas, te dejaba el culo dolorido como si hubieras cruzado la cordillera a caballo. Por eso las Zanellitas, incluso la Piaggio verde de Héctor (el avispón), quedaban excluidas para el evento. Aquel modelito de honda tenía pedales para darle arranque. Ponías la moto sobre el caballete, te subías y pedaleabas hasta poner en marcha el motor de cuatro tiempos. Los pedales me traían a casa cuando me quedaba sin guita para la nafta. Regresaba pedaleando, iluminando el camino con la pobre luz amarilla de su farolito redondo que funcionaba a dínamo.

La desventaja de la Corvex era que no sabía disimular los desniveles. Sus amortiguadores eran cortitos y habían sido diseñados para calles japonesas. Por eso el tema badenes era clave, tanto como lo es una curva larga para un corredor del moto GP. Con esas condiciones técnicas atravesábamos el barrio meando la 17.Primero un equipo, luego el otro. Pasábamos ante la mirada de viejas que barrían las veredas, de maestras que caminaban de regreso a casa, de señores rastrillando las hojas del jardín. Y allí al final, cuando el chorrito terminaba, dábamos la vuelta y contábamos las cuadras. Llegamos al record de recorrer desde la 19 hasta la 34, es decir el barrio entero, de punta a punta.

Yin y Yang

Ya no soportaba el peso de quererla tanto. Con 17 años había sufrido lo suficiente por ella como para privarme ahora de su versión de la historia, la de sus propios labios. Demasiado para un niño virgen que se consumía en cualquiera de sus miradas. Un día decidí que ya no sepultaría más las emociones en el cajón de la cobardía, y fui a su casa.

Y hubo un instante, uno en que su mirada encontró la mía. Ese momento necesario en que la suerte vuela en el aire como una moneda. El yin el yang de la víspera, el punto donde la suerte interviene y es la gloria o te aplasta con un planeta.

Y su veredicto no se discute, y es a cara o cruz. Y me fui despejando lágrimas como el parabrisas de un auto. Y no hubo festejos, porque nadie celebra cuando se inunda la tierra.

domingo, 30 de marzo de 2014

La final del mundo

Las identidades de este relato es conveniente mantenerlas en el anonimato por una cantidad de razones que está demás aclarar. Dicho esto, Vivi Cardozo era todo para mí.

Con poco más de once años, aún no lograba entender cómo había ocurrido esa transformación que me hacía pensar en ella todo el día, siendo que el sábado teníamos la final en la canchita de la escuela y debía ocuparme necesariamente, de asuntos más importantes. Yo era nada menos que el arquero del seleccionado de Holanda y con ese nombre, nuestro equipo cargaba con el desafío de revertir dos finales mundiales que la naranja mecánica acababa de perder de manera consecutiva, 74 y 78.

Parque Field se había vuelto un infierno para mi . Y también para ella, que estaba enamorada de Fernando Morales, una especie de John Travolta comparado conmigo. Fernando, al parecer, sólo pensaba en fútbol, cerrando así un triángulo decepcionante. Los tres nos veríamos las caras el sábado por la noche en el asalto de Fabio, otro langa de inexplicable éxito.

En el entrenamiento con el profe Luis, el jueves previo a la gran final, comprendí que estaba en un problema. De repente creí ver a Vivi parada justo al borde de la raya blanca, en el preciso instante en el que Germán Roth disparaba un furibundo tiro libre que tuve que ir a buscar al fondo de mi propio arco. La veía en todos lados. Germán, que me la tenía jurada por haberle atajado un penal el año anterior, se acercó y me dijo a la cara “el sábado te hago dos”.

Avanzada la mañana del sábado ganábamos uno a cero con un zurdazo del fantástico Victor Hugo Herrera y faltando dos minutos para el final,¿Quién otro? Roth se abrió camino entre la defensa y se puso de frente a mi soltando una bomba que vi en cámara lenta. La velocidad de la pelota se multiplicó al estrellarse contra el vértice del palo derecho y sin tiempo, me golpeó la cara sentándome de culo en el área. Mi nariz sangraba, hubo una escaramuza de piernas a un metro de la línea de gol, hasta que por fin Pablo Izaguirre puso el balón en la estratosfera. Señalando el círculo central, Luis hizo sonar el silbato antes que la pelota cayera. Holanda era campeón lejos de su país, en mi barrio, y al alzar la copa, una lágrima involuntaria me corrió por la mejilla derecha.

Anocheciendo, me bañe, me perfumé y me puse unos Lee blancos carpinteros con una remera también blanca, que tenía un plastisol estampado con bowling de brillantinas haciendo Strike! Con ese espectacular atuendo enfile para el asalto. La casa de Fabio estaba ambientada idealmente. Unas latas de duraznos colgaban del techo tapadas con papeles de celofán de colores. En la bandeja del JVC sonaba Fiebre del sábado por la noche, y gracias a Dios, Vivi estaba allí.
Me serví una Coca y me distraje por aquí y allá merodeando hasta que llegaran las lentas. Cuando por fin escuché los primeros acordes de How deep is your love de Bee Gees supe que era el momento. Aunque me temblaron las piernas, junte coraje y entré nuevamente al garage de la casa. Quedé parado, petrificado, con mi vaso de Coca en la mano, viendo como Ferrnando Morales, ¿quién otro? besaba a Vivi Cardozo en la boca. Sentí un frío en la espalda y luego intenté mover mi cuerpo que no reaccionaba, finalmente pude volverme hacia la calle y corrí hasta encontrar el pasillito más cercano, hundí mi cuerpo haciéndolo desaparecer entre las tuyas para esconder mis lágrimas.

Caminando solo, de regreso a casa y antes de los 12 años, había probado, en un mismo sábado, el difrerente sabor de lágrimas gemelas . Saqué una moneda de mi bolsillo y la hice girar en el aire.

Lluvia con sol

El cielo comenzó a disparar balas de agua fría que dolían en el cuero de la espalda incendiada por febrero. Lluvia con sol. Aproveché el revuelo de la gente que escapaba presurosa de la pileta del club y corrí en sentido contrario a todos tirándome de cabeza en el agua. Sumergido en el fondo podía ver las gotas de lluvia golpear la ondulante barrera de la superficie. ¿Vendría? Mañana sería tarde. Una pelota de nylon de colores viajó hasta el agua y quedó flotando en giros a merced del viento, me hallaba solo.

El barrio la había escondido de niña entre sus calles hasta esa tarde, tan sólo tres días atrás, en que la hallé dibujando perfectas elípsis sobre los mosaicos de la cancha de básquet. Me detuve ante ese espectáculo de ruedas que brillaba en los reflejos azules de su traje de lentejuelas. Sus manos adolescentes liberaban emociones sobre las notas de una partitura de piano. El spot de mi mirada entró en una cadencia hipnotizante, la potencia de sus piernas la impulsaban con gran velocidad y comencé a sentir una extraña sensación en el estómago en cada giro, el zumbido de las ocho ruedas pasando como un viento junto a mí, su pelo recogido en un rodete, sus medias negras, sus botas blancas.

Aquella noche nos encontró nuevamente en la fiesta de carnaval mezclados entre la gente que bailaba cubierta de espuma lanzando serpentinas de colores. La misma niña, ahora mujer, vino a saludarme con una amplia sonrisa y le volqué una bolsa de papel picado en la cabeza. A medida que avanzaba la noche nuestro duelo intermitente se extendía por todo el territorio del club y se había tornado cada vez más personal. Bailamos y reímos incansablemente. Ofreciéndome un pedazo de choripán como tregua me llenó la cara de espuma y escapó hasta salir del club. La corrí sintiendo la brisa de una madrugada que nos secaba el sudor.

Ya fuera, la vi refugiada en la penumbra de un árbol y sentí que el corazón se me escapaba del pecho. Apoyada en su espalda respiraba agita
damente. Me aproximé despacio y noté que no se movía. Me acerqué más a ella mirando su rostro que brillaba sonriente bajo un rayo de luna hasta quedar a cinco centímetros de su boca. Amenazándola con el spray de espuma sin dejar de mirarla, la besé. 

Nos amamos tres días a escondidas en los pasillos del barrio descubriendo cada vez una nueva parte de su cuerpo, el tiempo no alcanzaba. Tenía que verla ese último día. Por fin llegó. Con el club ya desierto sorteo la valla perimetral y se acercó al agua caminando por el borde hasta encontrarme, ¿Vas a entrar? pregunté. Sin pensarlo saltó de pie junto a mí y nos abrazamos las piernas bajo el agua besándonos y acariciándonos el rostro. La prisa del deseo nos empujaba más y más mientras nos tocábamos los cuerpos conscientes de su partida, una lluvia helada comenzó a caer. Se apretó contra mi pecho en un temblor de su cuerpo que sentí como propio. “Nos vamos mañana” dijo apretándose aún más.

La esperé al día siguiente en una esquina con un sobre de cartulina dorada que guardaba un ángel de cristal, pero no pudo venir a la cita. La mudanza de su familia se anticipó unas horas y nos dejó sin adiós y sin caricias. Pude ver sus manos aferradas contra el parabrisas trasero del auto de su padre, que pasó cargado de maletas, a veinte metros de mi lugar. Me quedé parado allí, en el centro de la calle, levantando mi brazo en la distancia cada vez más lejana.

Hace frío

De repente tengo noventa años y veo la vida desde un sillón. Entonces puedo recordarla como siempre la soñé. Como siempre la soñé y nunca la tuve. Ya no tengo edad para amarla, sin embargo cierro los ojos y la veo tan joven, tan perfecta, entornando sus pestañas, contorneado su cuerpo mientras me mira extasiada. Meciéndome bajo el alero aún la siento, como siempre la senti. Tan potente, tan imposible.

He pasado una vida sin ella y sin embargo aún me acompaña en mis fantasias más profundas. Todos lo hijos que no le hice, todo el deseo siempre nuevo y contenido. Todo el perfume de su piel y de su pelo me llega como un viento de jazmines en las tardes de verano. Como esta tarde de hoy.

Un golpe de madera sobre la madera me despierta. Mi bastón está en el suelo, está anocheciendo. Siento el frío intensamente pero no me quiero mover. Prefiero morir sentado bajo este cielo azul estrellado. Es una buena noche para morir. Como un viaje que se emprende a un lugar mejor, uno donde quizás pueda encontrarla. Haré la prueba, quizás pueda finalmente ver su rostro sonriente frente al mio, más allá, en el mismo cielo. Pienso que será así. Que el ticket de partida lo he sacado ya, en este preciso momento. Mis viejos huesos se enfrían y duelen pero mi mente se ha transportado a un sitio más cálido. Uno donde juntos nos damos la mano y corremos por este trigal, que abstraído por su recuerdo, se ha puesto fuera del alcance de mi vista. Me invita a correr por las altas espigas doradas. Nos abrazamos y caemos sobre las malezas secas, giramos, nos besamos. El sueño se va desvanciendo y ahora es un intenso blanco, hace frío.

Despierto por la mañana, tengo 20 años, ella yace junto a mí con su pelo ensortijado sobre la almohada, su brazo cruza mi pecho desnudo. Duerme plácidamente. Un rayo de sol entra por la ventana pero aún siento frío. Me seco una lágrima de la mejilla, me vuelvo hacia ella y acerco mi nariz junto a la suya. Cierro los ojos, y le doy gracias a Dios.

Dos veranos

Bibiana Flaherty tenía un culo que estaba entre los top 10 del barrio. A decir verdad, ocupaba los 10 primeros puestos y luego seguían el 11, el 12 y todos los demás. Sería por su continua observación quizás, que había comenzado a mirar más allá de su pantalón y todo lo que veía en ella me resultaba perfecto, de tal manera que en poco tiempo me encontraba simultáneamente caliente y enamorado. Un pibe de anteojos y diente de lata como yo, podría decir que tenía unas chances de 1 a 10: Cero.

Por esas cosas del destino nos habíamos hecho muy amigos. Ella venia a casa a buscarme, yo a la suya, su madre me quería y nos servía chocolatadas y otras cosas ricas para comer. Todo eso era genial pero estaba lejos de ser suficiente. Entonces llegó el verano y la cosa se tornó insostenible.

Salir de la pileta del club con esa bomba de la mano, era imperdonable para cualquier tercero que evaluara mi facha con alguna justicia, y en cuanto a mi, su piel se me había vuelto tan irresistible, que debía contener mis deseos para no saltar sobre ella y terminar en un escándalo. Lo que comenzó siendo un juego se transformó, sin aviso, en un dolor agudo dentro del pecho. Me había agarrado el corazón con su mano y bien podía haberlo hecho rebotar contra el piso o dejarlo caer al fondo del mar para que se ahogara, pero nunca lo hizo. En su lugar, su dócil figura se proyectaba en las noches de calor como un ángel en mis sueños.

Tenía que resolver el asunto de inmediato así que me demoré unos once meses buscando las palabras adecuadas frente al espejo. El momento señalado se dio el verano siguiente, precisamente en el día de mi cumpleaños. Emprendí entonces la procesión hasta su casa en el otro extremo del barrio. En el camino cambié mi discurso unas ochenta veces hasta el punto de detener la marcha para evaluar, si debía seguir, o regresar y dar todo por terminado.

Finalmente golpeé a su puerta y ella salió con un pareo hawaiano que me mi hizo olvidar por un momento el motivo de mi visita. Quizás fuera mejor prolongar su visión caminado un rato por ahí. Me saludó con un abrazo siempre tan suave y alegre que quise pensar no fuera el último. Nos sentamos en el borde de una piscinita de piedra que tenía justo al costado de la puerta. Había pasado el invierno y mientras yo buscaba las palabras, movía con una ramita el agua verde de aquel estanque donde nadaban ranas entre las hojas.

Tartamudeé por fin mis emociones mordiéndome los labios y ella no pudo más que decir no. No quiso lastimarme, sólo decir no. Nos sujetamos las manos fuertemente queriendo retenernos después de haber vivido en dos veranos tantas cosas. Ella mi cariño y mi amistad, yo todo su ser.

Al salir de su casa caminé con dificultad como un tigre apuñalado. Con el paso de los minutos mi andar se volvió más ágil y ligero. Con el cielo abierto de Diciembre la prisa se apoderaba de mi cuerpo al tiempo que dejaba caer pesadas emociones como lastres sobre el asfalto, sentí que una fuerza incontenible me empujaba hacia adelante y sin poder evitarlo, comencé a correr.

Coma profundo

Llevaba cuatro días de actividad cerebral con total ausencia de respuesta física. En coma profundo su mente se hallaba lejos de los fármacos que los médicos creían lo mantendrían en estado amnésico.

Su hijo y su ex mujer iban camino al sanatorio de una ciudad a otra inentando llegar a tiempo. Querían tocarlo y ver como estaba o no estaba en este mundo. Su auto patinó bajo la lluvia y ahora se encontraba cubierto de sábanas blancas, tubos y cables, curioseando de tiempo en tiempo como un testigo presente, singulares escenas de su propia vida. La clarividencia de su limbo le mostraba lo que había sido incapaz de percibir hasta ese momento.

Se vio discutiendo con su mujer delante del llanto impotente de su hijo, apenas un niño. Se fundió en el siguiente momento en que fumaba conduciendo hacia otra ciudad en la confusa pretensión de alejarse de los problemas. En una secuencia encadenada e indetenible de imágenes reveladoras su mente viajaba de escena en escena. Como la de estar dormido en la barra de un bar sin fuerzas para regresar a un hogar que ya no sabía cuál era. Y también este último momento cuando no pudo dominar su coche y desbarrancó viéndose en el auto cayendo por la ladera, hasta sentir de nuevo el golpe secó del impacto que lo cegó en un blanco profundo que ahora reinaba en toda la habitación del sanatorio. Todo había empeorando paulatinamente en un espiral de desaciertos como una escalera que desciende peldaño a peldaño hasta el mismo infierno.

Ya nada resultaba casual. Los espejos fragmentados de su vida se recomponían en un solo cuadro al tiempo que la sabiduría de la comprensión le abrían la puerta de una paz que se anunciaba lumínica y duradera. Sus manos se movieron involuntariamente pero fue un reflejo pasajero y en un instante se hallaba nuevamente lejos de allí con una insinuación de sonrisa en el rostro.

Un tacto tibio sobre su abdomen lo regresó por un momento a la sensibilidad de la piel. La cabeza de su hijo se apoyó sobre su pecho y su pequeño cuerpo abrazó el suyo inmóvil. “Papa, te quiero, quédate conmigo” dijo una voz real que despabiló sus sentidos como una terminal eléctrica que reinicia la marcha luego de un shock en múltiples ruidos. “¡¡Papá, papá!!” la mano de su padre se cerró repentinamente con fuerza sobre la de su hijo y sus ojos se abrieron de par en par despertando a la sorpresa de la carne y a la incandescente luz del sanatorio. Su vida sería en adelante, lo que nunca antes fue. Era el comienzo de un nuevo día.

Arcilla y pan

Su pieza en el fondo era como un cuarto de muñecas. De muñecas pobres, siempre limpio y ordenado. En el reducido espacio disponible atesoraba unas botellitas de agua florida. Perfumes baratos que cuidaba junto a otras pequeñas joyas de plástico y collarcitos de fantasía. Su baño, también de escala minúscula, era igualmente un ejemplo de pulcritud y cariño por lo que se tiene.

Llegó a mi casa de Rosario, en Parque Field, un día cualquiera, con una pequeña bolsita en la mano que era todo su equipaje. Siendo apenas una adolescente morena, delgada y tímida, se alojó en ese pequeño cuartito del fondo de mí casa, para comenzar a ayudar, como empleada cama adentro, con las tareas del hogar y el cuidado de una familia de cuatro hijos.

Pronto se ganó el cariño y el respeto de todos con su dominio natural de las herramientas más nobles, el trabajo, el amor y el silencio.

Creció en el medio del campo y se curtió desde los seis añitos, tan temprano, saliendo a cruzar los cañaverales del norte santafesino en carro, a las cuatro de la madrugada con su padre, a cuidar el algodón de la escarcha, y volver al rancho con la puesta del sol.

Y por sus cuentos camperos, que siempre escuche con tanta devoción, supe que fue la mayor de diecinueve hermanos seguidos en línea, en realidad diecisiete, porque los dos varones mayores se ahogaron tempranamente ante su mirada, un día bravo, intentándose salvar el uno al otro, luchando contra las marrones profundidades del Paraná.

Mi casa de la infancia fue de un paisaje variopinto. Olga una india de sabiduría silvestre, mi madre una natural artista plástica de carácter dócil, que pintaba enredaderas en los marcos de las puertas de mi casa. Y mi padre, un hombre cultivado en la lectura de Chéjov, los rusos, y los izquierdistas norteamericanos como Steinbeck, fue sin embargo, un empresario arriesgado y seductor, de aspecto alemán y fuerte carácter. Un zorro astuto y honesto.

Nunca le impuso a Olga órdenes ni delantales, ni cosas absurdas. Claro que eso no hace falta cuando se está acostumbrado a las rudas tares del campo. Se dirijió siempre a ella como a una persona más de la familia, de hecho, un día le dijo:

“Olga…si usted quiere tener un hijo, téngalo nomás, que en esta casa se lo enviará a la escuela como a todos los demás, tenga por seguro que se sentará a la mesa junto nuestros hijos, ni más ni menos que ellos ¿Sabe? Quiero que lo piense…si usted quiere….”

Pero Olga me había adoptado secretamente como su hijo, el hijo natural que nunca tuvo. Yo era el menor de los cuatro y siendo apenas un bebé que gateaba por las medianeras de las casas, intentando escabullirme entre las tuyas, Olga me lo recuerda siempre, me corría, me atrapaba y me alzaba a la carrera, tomándome de los pañales, para regresarme al jardín, “¿Adónde cree que va Tata?” me decía entre carcajadas, y se vuelve a reír hoy cuando lo recuerda. Desde entonces han pasado 45 años.

Una sola la vez la vi lagrimear y sólo fue porque la tomé por sorpresa entrando sin aviso a su cuarto. Leía una carta que yo le había escrito por entonces con 14 años. En ella le agradecía todo el amor y la paciencia que había tenido conmigo, un malcriado e irreverente pendejito de lentes. Le decía cuanto la quería. A la carta le había adjuntado un pequeño pastillero hecho con cáscaras de naranjas, en cuya tapita puse una foto con su rostro y el mio juntos. Todavía la conserva.

Un día jugando a la pelota con mi perrita Frida, le trabé la pata trasera con mi pierna y se la quebré torpemente. El cachorro comenzó a dar alaridos de dolor que me hicieron saltar lágrimas de desesperación. En un segundo apareció Olga y sin vacilar tomó a Frida por el lomo, la puso sobre el lavarropas y con ambos manos le acomodó los huesos de un tirón. La perrita dejó de gritar en segundos, luego la sujeto con una vendaje de telas rotas, y me dio un reto simple, serio y suave.

Sé que la voy a extrañar, la extraño por anticipado, como se extraña la risa cuando hace falta. Y voy a extrañarla por todos esos años de la infancia que me despertó con la leche servida, con la comida lista, con la ropa limpia.

Y también extrañaré besarla y decirle ¡Negra caquerura! mientras la sujeto entre mis brazos y le hago cosquillas, como siempre lo hago, con esa negra vieja y hermosa, de piel de arcilla y ojos de pan, que tanto amo.

Zapatillas de ballet

Ema era de naturaleza rebelde y su talento como bailarina la hizo conocer el mundo antes de cumplir los 18 años. Perteneciendo al elenco estable del teatro Colón de Buenos Aires viajaba habitualmente para atender su nutrida agenda artística. Los compromisos con el baile no le impidieron sin embargo, terminar sus estudios secundarios con excelentes calificaciones.

El tío Guillermo, con quien vivía desde que sus padres perdieran la vida en un accidente, era un alemán severo que la cuidaba como a una reina. Su fuerte carácter teutón que lo había destacado como un gerente eficaz e inflexible, no se parecía en nada al dócil hombre que sacaba los domingos a tomar helados a su sobrina. Como podía se las arreglaba para llevarla y traerla a todas partes y siempre tenía una dulce sonrisa cada vez que ella se acercaba. El día que Ema se vio obligada a partir comenzó su deterioro físico y al cabo de un año sin noticias, prefirió la muerte a la tristeza.

Nunca supo el pobre viejo que Ema se había involucrado en los movimientos armados que en la década del setenta agitaban el país. Deslumbrada por la personalidad arrolladora de un peruano que conoció en Berlin, la danza pasó a segundo plano para interiorizarse en el fragor de Damián, un militante de izquierda que luchaba desde el exterior junto al Ejército Revolucionario del Pueblo de la Argentina. Ema demostró una vez más que su disciplina de bailarina no era casual. Aparte de la heredada determinación del tío, sumaba una claridad de conceptos que tan pronto los contactos de Damián la escucharon hablar, se miraron entre sí deslumbrados. En pocos meses Ema coordinaba acciones logísticas en la primera plana de la organización clandestina.

Las cosas se habían complicado rápidamente para el círculo que componía su célula y no había margen de acción. El golpe militar se movia con gran velocidad y en tan sólo dos semanas habían hecho desaparecer a tres de sus contactos cercanos, incluyendo al propio Damián. Con el corazón hecho amasijo de vidrios rotos recibió la orden de viajar a Montevideo donde sería contactada. Estaba embarazada.

Pasó varios días yendo y viniendo de la playa al hotel de mala muerte donde se encontraba alojada sin tener la mínima idea de lo que sucedería con ella. Allí no conocía a nadie, no podía hablar con el tío y extrañaba horrendamente a Damían. Su carácter sin embargo la mantenía imperturbable y disimulaba su propia angustia con la intención de proteger al hijo que llevaba en su vientre.

Una mañana luego de un escuálido desayuno de pan con pan ingresó al hotel para llorar esta vez con ganas. Antes de entregarle las llaves de la habitación la conserje le preguntó mirándola inquisitivamente a los ojos “Nena, ¿Planchaste la camisa?”. Ema quedó perpleja por un instante y antes de poder preguntar algo se encontró sola en la recepción.

Con la piel erizada y un tornado desatado en su interior subió los tres pisos de escaleras en pocos saltos. Descolgó el sobretodo que era su único abrigo y desplegó apresuradamente la carta que había en su bolsillo interior. Con las hojas arrugadas en sus manos releía, por enésima vez, la falsa carta de amor dirigida a ella por un tal “Carlos”. Entre los insulsos párrafos de mal poeta su amante decía “Espero que planches mi camisa”. Ema alzó la vista y en su propia sorpresa comprendió porque, sobre la raída cómoda de madera de su habitación, había una plancha. Bajo el calor del metal el papel reveló las tenues oraciones marrones de una segunda carta escrita entre líneas con agua de limón. El salvoconducto a Europa.

Julián nació en una cabaña de los alpes suizos. El paisaje recordaba a esas esferas de cristal que dejan caer nieve artificial sobre pinos de fantasía. La irrupción volcánica del amor de un hijo salido de sus entrañas se mezclaba con la soga que anudaba su garganta en el recuerdo vivo de Damián. Su hijo no tendría padre, su tío ya no estaba en el mundo para protegerla.

Ema se pegaba a la ventana para ver las humeantes chimeneas nevadas. Los blancos techos brillando en la noche azul y las casas encendiendo candiles amarillos. De un momento a otro todo en ella se expandía y se contraía en la felicidad y la desdicha mientras sus pechos de leche alimentaban a Julián que nada sabía de todo eso.

Los pocos amigos del movimiento, que la habían llevado hasta allí, la visitaban cada vez que podían llevándole provisiones. Los grandes sueños de la revolución se habían desvanecido en un calor de madre que se aferraba a la vida. A los pies de su cama unas pequeñas zapatillas de ballet se preguntaban si un día Ema volvería a bailar.

Una corona de hojalata

Mi viejo jugaba al Scrabel vistiendo una capa de pana roja y una corona de hojalata dorada donde lucían piedras de fantasía pegadas con Poxipol. Uno llegaba a casa y allí estaba el Rey que todas las noches disputaba la corona con mi madre frente a un tablero de palabras cruzadas.

Sentado en su falda los veía jugar mientras le contaba mis aventuras. Cazar tigres en el barrio me reportaba importancia y valentía, ante esa mirada de ojos verdes, que ponía cara de sorpresa con el relato de mis hazañas de niño de ocho años. Alimentaba mi fantasía hablándome de la ferocidad de la pantera, de la grandeza de los elefantes, de la elegancia de las jirafas y de la tierra de gigantes que habitaban en un mundo cercano y misterioso.

Un collar de perlas de plástico también adornaba el esbelto cuello de la Reina, mi madre. Los reyes gobernaban un hogar pacífico y numeroso en los confines de la tierra, mi casa.

Mi infancia transcurrió entre anheladas vísperas de navidad, barro en las blancas camisetas recién lavadas, y chapitas redondas, con imágenes de jugadores de fútbol, que chispeaban en los rayos de mi bicicleta azul metalizada. Crecí entre los colchones de hojas amarillas del otoño de mi barrio, y el ardiente verano que derritiendo la brea del pavimento, distorsionaba los contornos de las casas, y las personas en un ondulante vapor gris, como el sinuoso humo de las hornallas.

La vida pasó de repente y la infancia se fue. Despareció aquel reino de amigos adolescentes, de besos escondidos en la penumbra de los pasillos, entre las tupidas tullas de un barrio de calles curvadas, y las primeras sangrías del amor.

Una tarde de sábado encontré su corona sobre el tablero de cartón del juego de cuadriculas. Triplica punto letra. Como los indios de las pampas, que llegado su ciclo de vida, se retiran a la colina para morir en paz.

En su jugada final dejó una estela en el mar, una marca en el árbol, un sendero en la jungla. Una corona de hojalata, una ilusión.

Una bengala en alta mar

Alan lijaba todos los días su barco de madera en los preparativos de la gran expedición de surcar a pura vela los océanos del mundo entero. Siendo apenas adolescente ya era un navegante experimentado que estudiaba minuciosamente los mapas, las brújulas y las corrientes del mar.

Una de esas tanta mañanas subí al único colectivo que pasando a cuadras de mi casa podía alejarme de esa isla sin agua que era mi barrio. Siempre llevaba algunas facturas para compartir porque sabía como una fija que allí lo encontraría. Arribado al club náutico trepé la pequeña escalerita para subir a la popa de su velero que se hallaba peraltado a orillas del Paraná. Allí estaba Alan, siempre lijando y pintando cada detalle de su nave que en los próximos seis meses lo sostendría sobre las aguas calmas y las tempestades. Hablamos de los árabes e imaginamos la cara de los chinos y de los turcos que verían atracar su barco. Necesitaba comprar unas cosas y me encargué del asunto. Hasta mañana que haríamos unos arreglos finales.

Estando en el centro aproveché para ir a cenar a casa de unos amigos que tenía allí en la ciudad. Llevaba una bolsita con anclajes para los vientos y unas bengalas S.O.S. De pronto me hallé defendiendo inútilmente los planes de Alan. Algunos rompían sus proyectos en miles de pedazos diciendo cosas como: “es un irresponsable que de viejo no tendrá dinero ni para arreglarse los dientes” Defendí como pude los sueños de mi amigo y recibí una tundra imparable de argumentos que pronosticaban el desventurado camino que sufrirían aquellos que no piensan en ganar dinero, el futuro, y todo eso.

Alan murió esa misma noche. Su joven corazón decidió detenerse en su cama durmiendo para siempre todos los sueños de alta mar.

Cuando menos lo esperaba vino a casa uno de aquellos amigos del centro que hace tantos años no veía. Recordé que era el más elocuente defensor del progreso de aquella noche. Estaba sin trabajo y no casualmente me habló de su oficio de especialista en ovnis y seres de otros planetas que curan seres humanos a través de interlocutores que él conocía aquí en la tierra. Miré a mi pequeño hijo que padece diabetes desde los 4 años que estaba allí presente y me correspondió con sus ojos inmensamente abiertos. Me contó luego una larga serie de desventuras y se despidió pidiéndome dinero que necesitaba, irónicamente, para arreglar su boca.

Pensé decirle que si hubiera cruzado el océano pudiera al menos lucir hoy una sonrisa, sin dientes tal vez, pero seguro una sonrisa. No tuve ganas de hacerlo. Le dí unas monedas y nos despedimos en un cargado silencio.

Al cerrar la puerta comencé a abrir las ventanas de mi casa para dejar entrar todos los fríos vientos del invierno. MI hijo me observaba. Me puse a revolver hasta la última de las porquerías olvidadas en los roperos hasta que por por fin encontré en un rincón la bolsita de bengalas. Sus letras borroneadas marcaban una fecha de vencimiento ya lejana. Conduje a mi hijo hacia el balcón de mi tercer piso y encendiéndola lancé una estrella roja hacia centro de la noche azul cerrada.

Juntos de la mano miramos el mensaje escrito allí en el cielo. Quizás Alan desde una barca hundida pudiera leer nuestra luz de esperanza. Tal vez pudiera mi amigo ver con alegría la señal que rescata a un náufrago perdido en alta mar. Volví a mirar a mi hijo y le dije amistosamente “vamos adentro niño, voy a contarte una historia de bengalas en el mar”

Un vuelo en la furgoneta de Ricardo

No sabía que aquel día iba a poner en práctica un proyecto que anhelaba desde hacía ya algún tiempo, tampoco podía suponer el resultado de aquella aventura que me desvelaba. Lo cierto es que con 8 años y medio, me sentía en condiciones de lanzarme a una empresa mayor, una que pudiera recompensar a un niño de anteojos como yo, con los galones que se obtienen sólo mediante una hazaña.

Lo concreto es que Ricardo a las 12 en punto golpeó a la puerta del N° 2418 de la calle 17, mi casa, para hacer la última entrega del día, unos manjares de dulce de leche que sobrevivían a la demanda de todo el barrio gracias a su complicidad, ya que para que llegaran a mis manos, debía ocultarlos bajo una impecable tela blanca de su canasta. Un doble fondo. Entonces llegó el momento, de repente sentí un impulso y mi plan se puso en marcha. Mientras mi madre arreglaba las cuentas de las facturas salí y me oculte en algún lugar entre las hortensias del jardín y aguardé allí hasta que al fin, Ricardo dio arranque a la furgoneta Citroen. Sin pensarlo corrí y me trepé en el paragolpe trasero de su vehículo sosteniéndome de pie, aferrando con mis manos el techo de su caja de carga. Jamás podía haber yo imaginado que mi panadero favorito estaba realmente apurado por regresar a su casa y tan pronto arrancó, puso tercera por la 19 directo hacia Baigorria, el límite del mundo.

Era verano y por toda indumentaria vestía una malla de lycra azul con la foto de auto del Emerson Fitipaldi en el frente. Es importante decir que la 19, como todo saben en el barrio, es una de las pocas calles que comunican con el mundo exterior, el planeta Marte y todo el universo. Las otras calles giran y te devuelven hacia el centro desembocando siempre en la 17, la columna vertebral de Parque Field. De manera que el diseño elíptico de sus calles protegía a los niños haciéndolos regresar mediante curvas al corazón del barrio. Pero no era este el caso, me hallaba a 60 kms. por hora en la 19, parado en el estribo de una furgoneta y Ricardo al parecer no había advertido mi presencia. Faltaban unos 40 metros para llegar a Baigorría y salir del barrio sin frenar, si el colectivo 71 no lo detenía en la próxima esquina, bien podía hacer una curva directa, sin frenos, y llevarme flameando en su parte posterior hacia otro mundo aterrador que jamás estuvo en planes conocer.

De manera que tomé la decisión de soltarme y me solté. Pude sentir que planeaba por unos instantes viendo como la furgoneta del panadero se alejaba metro a metro de mi cuerpo. Por un instante sentí el alivio de haber evitado el peligroso mundo exterior pero inmediatamente después, mi pecho hizo contacto con el pavimento ardiente de la 19 y luego toda la superficie de mi piel sirvió como tren de aterrizaje.

Quién diría que la Señora de Bolgnesi, tan cansada de los pelotazos que pegaba yo contra su pared, incluso su ventana, iba a tener el buen gesto de salvar mi vida.
Recogió a ese niño todo ensangrentado y lo devolvió a los brazos de su madre. Gracias a ella, es que hoy pude contarles esta historia.

Triple XXX

SG cautivaba las miradas en primavera, otoño e invierno, en verano en cambio, rajaba la tierra. Por esas incongruencias del destino nos encontramos al salir de la pileta en el buffet del club programando una cita con mis amigos y sus amigas. Yo olvidé repentinamente que tenía novia, y como ella tampoco la recordó, quedamos a las 23 en mi casa.

Mis padres dormían en su habitación y como era de esperar, Charly se escurrió con su chica primero entre dos paredes, que junto a una puerta abierta, formaban un triángulo de intimidad. Yo a decir verdad, no sabía ni siquiera besar. Con 15 años mi experiencia se limitaba a unos pocos besos mal dados a boca cerrada. Una cosa insulsa del tipo Arnaldo André.

Después de unos entremeses olvidables elegimos algo de música y divagando en suaves bailecitos su cuerpo se acercó al mio. De repente estaba frente mi mirándome fijamente. Mano a mano le serví un jugo de naranjas y en un susurro casi inaudible dejo escapar que yo le gustaba. Me decían el sordo, pero aquello lo escuche nitidamente y la besé.

Richard Gere, es decir Charly, tenía un par de años más que yo y aquello era una diferencia terrible por entonces. Me había apalabrado con anticipación en instructiva clase teórica de besos “Mové la lengua por todos lados” soltó, y yo pensé que aquello era muy amplio. “Por todos lados” no indicaba ni profundo ni superfluo, ni fuerte ni suave, ni lento ni rápido. Asentí de todas maneras y me dí por informado. En fin, allí estaba yo besando por primera vez, o mejor dicho, dejándome besar por SG quién resultaba abrumadoramente más calificada para la ocasión. Seguí las instrucciones de Charly como pude y ella pareció conformarse tanto con lo mio que se quitó el pullover mostrándome su escote.

Sorpresivamente irrumpió el inconfundible sonido del motor de la Suzuki 450 de mi hermano que estacionó a dos metros de mi lugar. Hubo una microrevolución de prendas y abrió la puerta en un minuto. Me incliné hacia adelante para disimular. Mi hermano, cuatro años mayor, se bebió mi jugo de naranjas y el de ella mirando con el rabillo de los ojos, los breteles caídos SG. Dio un saludo rápido y enfiló directo a su habitación ¿No estaría allí Sergio? No estaba. Luego de unos minutos de tensa vigila nos tranquilizamos en los acordes de Queen y me concentré en hacer más ancha la sección de piel que cubría su vestido. Charly, que alertado asomaba su cabeza desde su rincón de abrazos, recibió mi visto bueno con un gesto de la mano y continuamos.

Unas canciones después estábamos tan calientes que los agarrones parecían empujones en el sofá. Ya me había animado a conocer algunos secretos de su cuello y un poco más abajo. Le sugerí conocer mi dormitorio y aceptó. Sin perder tiempo la tumbé en la cama y apurados comencé a desvestirla mientras la besaba por todos lados para no perder la intensidad del momento. No se porque temía que se escapara. En cambio, ella se retorcía y gemía mientras yo forcejeaba con sus jeans que parecían sujetados por la misma Wrangler factory. Los jardineros que yo llevaban estaban diseñados para cualquier cosa menos para estar con una chica. Tenía una cantidad de botones que aún quitándolos te dejaban vestido. Había que desnudarse por completo y por cuestiones de prioridades aquello no se recomendaba, de modo que ella quedó completamente desnuda y yo vestido casi igual que antes. No importaba. Todo marchaba bien hasta que Sergio, por fin aparecido, abrió en la puerta de un golpe y en tren de festejo (no sé de quién), lanzó dos zapatillas que dieron de lleno en la estantería ubicada justo sobre nuestros cuerpos. La ménsula izquierda cedió derribando decenas de libros sobre nosotros. Quise retener a SG que comenzó a vestirse de un salto sin escuchar mis comentarios y en un minuto se había largado de mi casa y de mi vida para siempre.

En la sucesivas noches sólo pude imaginar en el baño lo que habría hecho con SG, y quizás sea por eso precisamente que hoy mismo sueño con esos pechos turgentes que casi fueron mios. Sueño como si los tuviera hoy frente a mí y pudiera continuar con la secuencia de aquel debut frustrado por un aluvión de pesados libros. Ay ay ay! las cosas de la literatura, con permiso, voy al baño.

Torrentes

La lluvia era interminable.
Había construido fortalezas de Rasty en mi habitación y aún no cesaba. Por las hendijas horizontales de las persianas de madera corrían gotas que atrapaba con los dedos y saboreaba en los labios, miraba y miraba la cortina de agua por la ventana hasta que una día paró.

Calzándome unos joggings azules dentro de las botitas amarillas monte en mi bicicleta azul y salí a recorrer el barrio. Torrentes de agua viajaban a gran velocidad por dondequiera enmarcado en el gigantezco gris del cielo invernal.

Solté un barquito de papel sobre la corriente y lo acompañe con la bici por larguísimas cuadras, sin cansarme de verlo sortear obstáculos. A veces parecía detenerse pero en las esquinas lo encontraba un nuevo y poderoso río y la aventura continuaba.

Su mástil de papel tenía mi nombre escrito en fibrón rojo y en cada nueva ola, a babor o estribor, creía ver su naufragio. Puse freno a la bici en el límite del barrio justo en la confluencia de un curso mayor . Por un momento su marcha se tornó indecisa pero ahora obedecía las órdenes del viento. Sentado en la bici esperé su regreso. De repente, como si un imán lo atrajera, puso rumbo fijo al horizonte y lo perdí de vista.

No sé porqué aún me visita en sueños aquella rara tarde de su partida.

Lía, la gitana

Ella sabiendo que mentía elegía hacerlo. Yo tampoco quería escuchar verdades asesinas, sólo podía aceptar palabras que me dieran un minuto más de su piel blanca, de sus labios anchos rosas resaltados por sus gruesas cejas negras de gitana.

Me dejó sentado en el banco de mármol del museo de arte moderno como sobre la tapa de un sepulcro, y desde entonces me he preguntado porque esos lugares de arte son de piedra fría como los cementerios, siendo que los artistas allí exhibidos jamás quisieron verse envueltos entre las paredes de una tumba. Ni Picaso, ni Renoir mi favorito, ni Botero, ni Miró. Mis razones poéticas nunca le importaron y partió hacia rumbos posiblemente infelices pero decididamente lejanos al refugio de mi amor.

Una noche de ginebra perdida para mi y escéptica como tantas, me había sonreído a 10 metros en la barra de un boliche, miré hacía atrás para encontrar otro destinatario de esa mirada de turca penetrante, hasta comprender que era a mi a quien hablaban esos ojos. Pronto, apretados bailando juntos en la pista y a punto de besarnos me dijo. “Yo te conozco…vos no te acordás de mi” y yo no quise hacerlo, no importa ahora, ni entonces, porque razón.

Nunca fue mía ni aún siendo mía. Vibraba como las cuerdas de un violín al sonido de su voz y cada tontería suya resultaba para mi una música aparte del mundo, un sonido que me devolvía la carne olvidada ya en botellas de alcohol en noches infinitas de estar perdido. Con ella regresaron los sonidos de las palabras, que fueron sus palabras, y salieron a un sólo tiempo, los latidos de la sangre encerrados en mi ser, sonando como el tambor de la jungla en una noche de cacería de panteras.

Viví cosas extraordinarias con ella, amor extraordinario, como aquella noche que la puse dentro de un vaso de coca con hielo para detener la inflamación de tantas horas de amor, y entre risas nos seguimos amando. O esa otra tarde loca, que salí de la habitación del motel porque la ducha no funcionaba, y me agarraron dos perros policías de las muñecas, y terminé mil horas de amor después, los dos ensangrentados, y por insistencia de ella, poniéndome una antirrábica en un hospital público de la zona. Y también esa tarde noche increíble, que no me dejaba entrar a la habitación de mi hermana, que me había prestado la casa para la ocación, y apareció al cabo de unos minutos desnuda con botas de cuero de caña alta, cinturón con pistolas y sombrero de cowboy, lista para amarme, e hicimos el amor sobre la mesa y toda la casa.

Un día comprendí que no me amaba como yo a ella y terminamos discutiendo en el auto razones que ella no escuchaba. Para ella el mundo y la vida eran cosas bonitas donde yo no estaba. Para mi ella era casi tanto como el mundo entero y nada sin ella. Le dije un día en un bar, previo al día final del museo de arte, que mirándola a ella volvía a respirar. Enarcó las cejas y se río irónicamente de aquella frase impropia mía, como quien vuelca un vaso de vino en una cena de aparentar.

Nella fantasía

En la primera infancia podía darse cuenta que las cosas en su casa no estaban del todo bien. Había raras conductas, horarios extraños, pocas palabras. Sin embargo dentro de todo, pensaba él, su vida era casi normal. Con diez años creía en esa protección divina que siempre lo hacía pensar que nada malo le ocurrirá. Era hijo único y al menos tenía padres, iba a la escuela y podía jugar a la pelota con amigos. Con su pureza de niño se autoconvencía de que las cosas mejorarían, pero un martes cualquiera todo cambió.

Su padre estaba mezclado con lo más pesado del hampa del barrio oeste de la ciudad
, y se dedicaba a la venta de autos robados, negocios con drogas, estafas y arreglos con policías corruptos. Ese martes ingreso apurado a la casa porque debía huir sin más remedio llevando su mujer y su hijo a cuestas. Dejarlos en su casa podría implicar aprietes a su familia que lo hicieran regresar al nido y allí entonces sería emboscado.

Tomaron la ruta a Córdoba dejando en la casa hasta el televisor encendido, y a mitad de camino Julito se encontró con una discusión entre sus padres, a consecuencia de la cuál, la madre tuvo que bajar del auto casi a los empujones. Debió seguir el viaje con ese padre que no tenía ni una palabra de contención para él, ni rumbo conocido. Entre llantos de niño avergonzado, lo dejó solo ese día, alojado en la tienda de unos gitanos en un paraje cualquiera, con la promesa que regresaría a buscarlo. Viendo como su padre se alejaba y no teniendo a su madre, ni a nadie más en el mundo, comprendió de repente la impiedad del desamparo.

Se había convertido en un prófugo involuntario y no sabiendo ni el Padre Nuestro, aprendió a rezar por las noches improvisando palabras para llamar a Dios, para que vuelva su madre, para que lo sacaran de ese mundo ajeno y hostil. Se tapaba la cara con la almohada para llorar su tristeza de niño huérfano a la fuerza. Ayer nomás, había tenido amigos, barrio, casa y padres, ahora vivía con unos gitanos que lo trataban como a un perro con sarna.

Un día su padre regresó y creyó que su vida volvía a ser normal, pero condujo el auto hasta un palacio ubicado en la sierras cordobesas, no muy lejos de la ciudad, donde vivía una familia rica. Allí lo volvió a dejar, esta vez, sin promesas. Uno de los hijos de esa familia, según lo recuerda hoy, era rubio, lindo y bueno. Jugaba con él siempre y habían estrechado una amistad temprana, como sólo saben hacer los niños. Una tarde en el jardín, apareció un tipo a sus espaldas y lo alzó sujetándole los brazos. Se lo llevaba quien sabe donde, era un secuestro, o eso parecía. Cuando el mastodonte desconocido estaba por salir por el portón de rejas, con Julito pataleando y gritando entre sus brazos, el sonido de un chiflido hizo que aquel matón se volteará. Pudo ver en un segundo a su amigo rubio apuntando con una gomera, pero no hubo tiempo para nada. El disparo certero incrustó una piedra entre las cejas de aquel desconocido, que bañado en sangre, dejó caer al niño sobre el pasto. Julito corrió hasta un refugio secreto que habían señalado con su amigo para utilizar en situaciones de emergencia.

Un día el hombre rico lo llevo en su auto importado hasta el centro de la ciudad y le ordenó que bajara del auto, justo en la calle peatonal, sin ninguna explicación. Durante horas se quedó parado en esa esquina, con la esperanza de que alguien quizás pudiera venir a recogerlo. Se hizo de noche y tuvo que refugiarse del frío. Buscó unos cartones, y cubriéndose con esas tapas duras, paso la noche en el hueco de un comercio.

Aprendió a esperar por un plato de comida en las puerta trasera de los los restaurantes, a vender golosinas en la calle, y a rezar en las iglesias. Se había agenciado un rincón en un baño público de la terminal de omnibus, donde retumbaban los sonidos. Al descubrir eso una tarde, hizo rebotar su voz entre las paredes, entonando una canción que había escuchado mientras vendía cigarrillos en un cabaret. 


Era una hermosa melodía italiana cuyo nombre no conocía. Fue tal la impresión causada por esa nostálgica canción, que decidió volver noche a noche al cabaret, hasta llegar a memorizar a la perfección la fonética de esos versos escritos en un idioma desconocido. Durante años la ensayó solo en su auditorio de mosaicos. Tiempo después supo que su nombre era Nella Fantasia. Y mucho años más tarde se encontró con la traducción de sus palabras. Su letra dice: “En la fantasía yo veo un mundo justo, donde la noche es menos oscura y las almas son siempre libres como el vuelo de las nubes”

Veinte años después pude conocerlo por un amigo en común, en ocasión de un gran concierto que lo tenía como artista. Hablamos de su vida por largo rato, y entre lágrimas suyas y mías, no sé porque me confesó aquello: “Yo todavía busco tener una vida normal, una familia ,y una infancia ,que un día martes me robaron para siempre”.

Música de abuelas

La abuela Lilí no podía entonar una canción ni bajo la ducha, eso sería supongo, casi sexual para ella. Una persona criada en la farmacia de un pueblo como Villa Ocampo, que habiendo crecido de la mano de la explotación forestal inglesa, conocida justamente como “La forestal”, en la alta sociedad como ella creía serlo, se distinguía del populacho precisamente por codearse con los ingleses que construían fastuosas casas, donde vivieron todo el tiempo que demandó quitar hasta la última gota de tanino del norte de Santa Fe, y luego se fueron para siempre. La educación inglesa sin embargo perduró en una gris versión doméstica de los acaudalados del pueblo que sólo rescataba lo formal como el té de la cinco. Siempre añoraron secretamente su partida.

Lo llamativo es que en su juventud tuvo ocho pianos de cola en la sala principal de su vieja casa de Ocampo, y creí ingenuamente que algo habría de quedarle de tantas fantásticas partituras, al menos una melodía entrañable de las miles que debieron pasar por sus dedos de pianista, ya que ella misma era instructora de piano, es decir, enseñaba a pobres víctimas solo acordes sin vida, y hoy esas personas seguramente bien podrían odiar la música toda con justa razón. Y claro, era eso, una instructora, no una amante de Mozart, bach o cualquier talento inspirado. Enseñaba piano pegándote con varillas en los dedos del mismo modo que los británicos educaban en los cursos de dactilografía de las academias Pitman las lecciones que es preciso aprender para moldear el carácter y las formas, como un apostolado del progreso y la educación.

Algunos fundamentan que eso era propio de la época, como enviar a las niñas a danza clásica y a francés, que junto con las clases de piano, conformaban un trío inseparable de formación básica de alta alcurnia. Si hubiera dejado algo bueno todo eso, de aquellas rigideces hoy al menos, podría haberme enseñado a mi, su nieto, algunas bellas melodías, O ser ¿Por qué no? mi madre un eximia bailarina, pero tampoco. En cambio mi vieja se volcó al arte visual cuando pudo escapar del amargo pupilaje al que fue enviada con tan solo 11 años. Como no había educación secundaría “de calidad” en el pueblo, la pusieron en un convento de Rosario donde los sabañones la martirizaron en invierno y las reglas de las monjas indicaban que el horario de dormir era las 7 de la tarde, aparte de bañarse con agua fría y levantarse a la 5:30 para la primera oración del día. A consecuencia de ese terrible destete lloró, cuenta mi madre, al menos 3 años seguidos todas las noches.

No necesariamente por la época debía todo esto cumplirse del modo que efectivamente sucedió con la abuela lily, basta de decir que su contemporánea, mi abuela Delcia, era una crilola que bien podría haber sido hija del gral. Rosas y una india de la patagonia. Con su tez trigueña siempre dibujaba una sonrisa y apenas llegaba a casa toma la guitarra, que tocaba de oído, y armaba en la casa un ambiente de alegría haciendo vibrar las cuerdas con sus viejos dedos en singulares armonías de gatos, tangos y hasta conciertos de Paco de Lucía. ¿Y a eso como llamarlo? Yo digo que es sangre en las venas, espíritu.

Siendo de tradiciones antagónicas las abuelas y sabiendo música las dos, una podía hacer de los acordes una fiesta y la otra un calvario. El resultado, al menos para mi, era finalmente el afecto y el desafecto que desarrollé por una y no por la otra. Y me pregunto al paso del tiempo ¿Será por eso que tanto me ha gustado luego el criollaje?, ¿Será por eso que tanta antipatía me han causado siempre los ingleses? En fin, historias de abuelas, de pianos y guitarras en los confines de la tierra, mi tierra, la Argentina.

Mareva en Los Angeles

Mareva entró a la fiesta de amigos subiendo la escalera exterior del primer piso ubicado en el bajo edificio frente a la costa del pacífico en el barrio de Venice, California. Se acercó a la cocina saludando entre la gente de diversos países y tan pronto estuvo allí una mano le ofreció un vaso de vino “Me llamo Stéfano, eres hermosa” le dijo en directo español “¿hielo?...las costumbres francesas no me cuadran” Ella miró el suelo y al levantar la vista respondió con una sonrisa encantadora “A mi sí, lo prefiero al natural”. Esa noche se acostó con el tipo que tocaba la guitarra, Antuan de París.

Su estadía en Los Angeles era como la de casi todos los extranjeros que moran temporariamente allí, estudiar o hacer experiencia en alguna empresa del mundo del entertainment, ya que en esa gigantezca ciudad de casas bajas, calles anchas, montañas y mar, se encuentra Hollywood, lo que resulta un imán para todo aquel que sueña algún día en ser una estrella, un productor o un cineasta. Stéfano escribía canciones que pretendía vender a los intérpretes latinos del tipo Luis Miguel o Cristian Castro. Si quieres soñar en grande, Los Angeles es el lugar adecuado.

A Mareva le sobraba belleza y siendo una mestiza de las Islas Canarias podría hacer un bolo en cualquier película y pronto pasar a ser, por que no, un ícono mundial de la pantalla grande. Así suele suceder en Los Angeles. Puedes conocer, y muchas veces trabajar, en empresas como Fox, la Paramount, Dream Works y etc. Allí también viven los actores y las todos los que conviven con las artes vinculadas al cine y la música que uno pueda imaginar. Si en un bar de esa ciudad uno le pregunta a la mesera ¿De dónde eres? ¿Qué es lo que haces aquí? Es común que la respuesta sea “Soy actriz” y uno interiormente dice “ah, pensé que eras camarera” pero en lugar de ello, simplemente ordena “Well, I like to order a T-bone, red please”. Stéfano precisamente quiso comer un bife jugoso cuando la vio entrar de la mano de Antuan y por esas fatalidades del destino volcó su Coca Light a dos metros de ella. “Hola, this is Antuan, ¿tu nombre era? Dijo la morena que otra vez lo deslumbraba con su hermosura simple de trigo y luna.

Los amigos en común los volvían a reunir sin éxito para Stéfano que cada vez que la veía se sonrojaba interiormente, pero nunca perdía la oportunidad de hacerle saber lo que sentía por ella. Lo hacía con una frase corta y contundente, como un misil que quiere llegar al otro lado del mundo y explotar en tierras que hablan otro idioma, como el de Mareva, que siendo también hispana se movía por aquí y allá hablando francés y besando al simpático parisino.

Una tarde llamaron a la oficina rompiendo la rutina de Stéfano para invitarlo a la despedida de Mareva que mañana mismo regresaría a las islas. Dolido por la noticia confirmó su presencia y en la 3° Street, la única calle peatonal del marino barrio de Santa Mónica, se reunieron todos los amigos del grupo. Hicieron una ronda improvisada para decidir hacía dónde partirían. Con más de cien kilómetros de extensión de esa ciudad, uno debe indicar los destinos con total precisión o no se llega a ningún lado. Por esa razón todo quien tiene su auto que equivale a las piernas para caminar. Como dice una famosa canción norteamericana “Nobody walk in LA”. “Vamos donde sea pero me vuelvo con Stefano” dijo delante de todos Mareva señalándolo a él que ésta vez fue el sorprendido. Primero porque seguramente ella tendría su auto y segundo porque el invencible Antuan no estaba allí.

Estacionaron frente un bar que señalaron todos como desconocido y presuntamente bailable en un punto opuesto y extremo del mapa. Llegaron después de conducir por los freeways al menos 40 minutos. Aclimatándose en el sitio Mareva se refugió en tragos con sus amigas y lo propio hizo Stéfano con los suyos, como alumnos del último grado de la escuela primaria.

Al regresar al punto de encuentro de la 3° Street, Mareva cumplió con su palabra y emprendieron la caminata hacía el auto de Stefano estacionado a unas calles de allí. En el camino casi no se dirigieron la palabra pero él se detuvo sin motivo en el lugar de más penumbra. La tomó de un brazo y sin decir nada la trajo hacia su cuerpo y la besó. La piel y la boca de Mareva resultaban ser mucho más dulces y suaves de lo que él jamás podría haber imaginado.

No hubo tiempo para más. El avión de Mareva partió tres horas después de ese primer y único encuentro. Stéfano quedó con las fragancias de una piel de las Canarias envuelto en el sueño de un amor que se perdía en la línea blanca de un Jet sobre el amanecer de un cielo azul celeste.

Lucesitas de colores

Y como no evocar aquellas navidades de manteles blancos bordados, con flores de plata y oro sobre la mesa en el jardín, con sus velas rojas torneadas, y en un esquina dentro de la casa, silencioso, junto al calefactor de pared, plantado sobre la alfombra marrón del living, los resplandores cautivantes de un árbol de navidad, decorado con tanto esmero, que por la noches de la víspera me quedaba horas junto a el, mirando cada reflejo de las metalizadas esferas de colores, las punteagudas lucecitas tibias que cambiaban la escena en cada parpadeo. Las botas, las estrellas, las casitas, e infinitas miniaturas destellantes, que convertían un pinito de plástico verde, en un bosque encantado.

La emoción de esos días previos era inexplicable. Como si algo maravilloso fuera ocurrir, de hecho ocurría, comprendo hoy. Sucedía algo que iba mucho más allá de los regalos, como una brisa de paz y alegría que estuviera haciendo llover partículas de oro sobre el mundo entero, como suaves pompas de algodón acariciando el mundo.

Y sé que fue efectivamente así. Ahora que conozco la crueldad del mundo, la de los niños solos y otras tantas cosas que me arrancan el alma sin piedad, y me dejan sin consuelo, a veces creo, al borde mismo de la locura. Quizás a esa misma fantasía de privilegios y regalos que tuve, me aferró hoy para soportar tanta impiedad y desamparo, de tantos niños.

Y saber por eso que aquello ciertamente fue maravilloso. Y como no serlo, un niño feliz, con un hogar que protegía y se vestía de fiesta, alimentando la fantasía de la felicidad perpetua, que yo sentía y palpaba. No para ocultar una vida triste, que no lo era, sino para sembrar esperanza. No para disfrazar lo que no se es, sino para soñar más allá, atravesando el espejo de la realidad para viajar al mundo de los sueños siempre posibles, entre lucecitas de colores.

Una ilusión que se espera y que promete varios días, para luego consagrar con los abrazos, los besos, los augurios, el brindis y los regalos. Eso fue precisamente en mi infancia la noche buena. Eso era la navidad.

Inmaculado, tu bello nombre

Inmaculado organizaba con su novia su próximo casamiento para el que sólo faltaban un par de semanas. En medio de los preparativos encontró casualmente a su prometida besándose con un tipo en una esquina cualquiera. En lugar de reaccionar como un loco, nuestro amigo decidió callar y seguir adelante con la organización de la boda. Todo marchó de maravillas hasta el día señalado cuando nadie pudo encontrarlo.

Inmaculado había desaparecido el día del casorio y todos pensaron que algo grave podría haberle sucedido, pero descubrieron después, amargamente, que se trataba de una maniobra de perfecta "vendetta".

Inmaculado había soportado todos esos espantosos días previos al casamiento perpetrando un plan que lo consagró en la memoria de muchos. No es fácil sostener la sangre fría y dejar plantada a la novia en el altar. Se cobró su humillación devolviendo otra, mucho peor, que la novia debió sufrir, días después, delante de cientos de personas. Así fue como la olvidable dama fue convertida literalmente en “El pato de la boda”.

Los hermanos de la novia, que al parecer eran unos rufianes (no menos que la traidora de su hermana) lo buscaban por cielo y tierra para pegarle unos tiros a nuestro amigo, pero no hubo caso, Inmaculado, con su nombre celestial, no había dejado rastros.

Lo visité en su modesto escondite de la periferia urbana y me contó que se había convertido en barrendero, y andaba por las calles juntando hojas y papelitos, arrastrando un tacho con ruedas y unos escobillones, vestido con gorra de visera y ese famoso uniforme anaranjado de la compañía 9 de Julio, licenciataria en esa época de la recolección de residuos de la ciudad.

Inmaculado, pensé yo otra vez, con tu nombre de pureza perfecta, ¡Te encontrás limpiando basura! ¡Que ironía del destino! Pero al cabo de meditar unos instantes reflexioné sonriendo, ¿Qué otro oficio mejor que el de basurero podría existir para ocultar a un prófugo llamado Inmaculado?

La triste plaza

La plaza de mi barrio es un lugar generalmente desierto. Siempre fue así y no es algo malo que así sea. Se trata tan sólo que la pobre plaza fue a situarse justo dentro de un barrio que era un verdadero parque de entretenimientos. Era como hallar una piscina dentro de un mar, ¿Quién necesitaba eso? Quizás los viejos sí, pero resulta que en mi barrio, por esa época, no había viejos.

Las calles circulares del trazado de Parque Field, en cambio, nos envolvían como los brazos de una madre que protege, de ese modo se convertían en circuitos de ciclismo de pura diversión. Con ello la pobre plaza quedó como un cuadro decorativo, un espacio abierto que nosotros observábamos más como una cosa anticuada que algo de real interés. Mirarla o transitar por ella era preguntarse ¿Qué puedo hacer yo aquí divertido?

Bueno, las hamacas fueron algo que supimos aprovechar un poco más tarde. Creamos un popular deporte que llamamos Hamagol. En él, dos contrincantes se disponían en hamacas contiguas de manera enfrentada. Sobre la tierra clavábamos dos arcos hechos con palitos, y cada uno empuñaba un rama, a manera de palo de hockey, que servía para empujar la piedra-pelota hacia los arcos.

Pero la plaza siguió siendo un signo de interrogación en el barrio, como un pequeño desierto dentro de un gran oasis. De sólo ver su perpetua soledad a uno le entra nostalgia. Ni siquiera servía como refugio de los amantes. Para eso contábamos con un sitio mucho mejor que eran los “pasillitos”. Estos senderos rectos, diseños para cortar el trayecto de los caminantes, eran el escondite perfecto para los besos y los abrazos. Tenían poco más de un metro de ancho y sus paredes, las medianeras de las casas, eran altas y tupidas tuyas donde nos hundíamos abrazados.

Ya que nunca sirvió como sitio de diversión, se convirtió en cambio como lugar de perdición. Nos reuníamos allí un grupo de adolescentes para escupir el suelo y tramar actividades ilegales que nos llevaron por mal camino, dejándonos una pésima reputación vecinal, qué sólo la vida se encargó luego de corregir a golpes.

Recuerdo acostarme por las noches en soledad sobre sus bancos de madera con un grabador portátil Panasonic, un aparato a cassettes con teclas de metal, que requería 4 pilas grandes. Con esa walkman prehistórico me quedaba largas horas repitiendo las letras de Gian Franco Pagliaro, para lacerarme en los sentimientos de un amor nunca correspondido...

Te regalare
más que los barcos, los pájaros,
mi fe,
mi pensamiento, mi horizonte, mi verdad,
todo lo que hay
en mi.
Y te amaré, por todas las mujeres que jamás amé,
por todos los hombres que nunca te amaron,
mientras te ame, te amaré.
Quizás ese sea el recuerdo más querido que tengo de la placita. Esos momentos de soledad. Esa melodía que logró traspasar el cristal del tiempo para anidarse en el sito más sagrado de mi memoria.

El tercer banco

…y hablando de culos ¡El culo que tenía Jorgelina! Pobre, tuvo que soportarme buena parte de la secundaria estirando mis piernas para tocárselo desde el banco de atrás aunque tan sólo fuera mediante el hueso de mi rodilla. Y sí Jor, me disculpo por las incomodidades que te hice sentir todo ese largo tiempo, pero como sabrás hoy, las hormonas en esa edad juegan partidos de fútbol, y además convengamos, tenías un culo fenomenal.

El problema que Jorgelina debía enfrentar conmigo no era tan simple como parece. Cuando el primer día de clases uno elegía el banco, se quedaba en ese lugar por el resto del año, de manera que si te tocaba un degenerado como yo, te amargaba la vida todo el año lectivo. Perdón Jorgelina, ¿No era así? Te imagino pensando los días previos al inicio de clases, “ojalá que Patricio no se ponga en el banco de atrás” dirías. Porque claro, uno podía elegir su banco pero no podía interferir en decisiones ajenas. Se trataba de un poder limitado a las circunstancias del momento. Aquello se resolvía así: Entramos al aula todos juntos el primer día de clases y si uno se apuraba lograba plantar bandera sobre un pupitre, allí nadie se metía. Era un derecho territorial adquirido por simple posesión.

Pero te aclaro Jor, que el tercer banco que yo ocupaba no tenía en principio el atractivo de la contemplación de tu espléndido traste. Eso fue un felíz complemento. Había otras razones de peso. La primera y segunda hilera de bancos, horizontalmente hablando, eran la línea de fuego de los docentes, y sentado allí, uno se exponía a las miradas, preguntas, e incluso a botonerías como borrar el pizarrón. No eran para mí.

Siendo un quilombero importante, honestamente hubiera preferido sentarme en el los últimos bancos, donde sólo había puras bolas pero uno se refugiaba en el anonimato que ponía a los docentes casi fuera de alcance. Desafortunadamente para vos, yo no tenía esa opción. Más allá del tercer banco hacia atrás, las letras de tiza se me borroneaban tras los cristales de mis anteojos. Así sucedió conmigo desde el primer grado de la primaria, cuando elegí el último banco para evitar problemas (o causarlos), pero a mitad de año mi vieja revisó mi cuaderno y sólo pudo encontrar dibujos de animales y todo tipo de cosas, de tema libre, menos asuntos didácticos. Fue así que al mes siguiente aparecí con unos marcos de carey sentado en la primera fila, un calvario.

Creo haberte explicado en parte Jor el asunto de mi ubicación en el tercer banco pero ya te imagino diciendo molesta “¡Sí, pero en la tercera hilera tenías otros 5 bancos para eligir y siempre optabas por el que estaba detrás mio!” Es cierto, ahí no te voy a negar que tu culo podía inclinar la balanza en la elección. Te ruego que tengas piedad por ese adolescente corto de vista que por estrictas razones médicas sólo tenía 5 terceros bancos del total de los bancos del mundo para elegir. No, en serio, Vos, siendo yo, ¿Qué hubieras elegido? O los largos pelos heavy metal de Daniel Pendino (te quiero Dani) o ver tu remera levantada en la parte inferior de tu espalda. ¿Viste como la matemática reduce las posibilidades? En fin Jor, nada resulta casual.

Bueno, mi conversación se tornó aburrida así que me despido. Sólo espero que mis argumentos nunca sirvan como alegato ni justificativo por tantas molestias causadas. Al fin y al cabo, sigo siendo un reo y aún no logro arrepentirme de haber elegido el tercer banco. Si te pido en cambio, una tierna indulgencia por ese adolescente calentón que, dentro de las opciones de la tercera hilera, no supo eludir los encantos de tu hermoso culo. Un beso.

El arco. Abril 2051

Mi pequeño hijo yace sobre la cama contigua a la mía. Esta dormido, inconsciente. Lo miro antes de fijar los ojos en mi arco. Su rara enfermedad viral le depara unas pocas semanas de vida. El médico oprime un botón y emerge en el ambiente las mágicas cuerdas de Bach, que aunque bellas, me dan tristeza, pero no digo nada. Gira la perilla del dimer hasta dejar la habitación en una penumbra amarilla, se acerca a mi y apenas sonríe, me toca con su tibia mano y se recuesta en la tercera cama.

Los tres formamos una figura semejante al símbolo de la paz, unidos sólo en un único centro por nuestros pies desnudos. Sobre cada camilla, los arcos blancos iluminados con tenues leds multicolores comienzan a desplazarse desde la altura de nuestra cintura hasta la línea de nuestros ojos. Los violines suben al cielo de sus notas y en un destello de luz del arco, estamos dormidos.

Entonces veo tranquila, suavemente, pequeñas esferas plateadas, doradas, azules y verdes, cayendo lentamente por todo el espacio que me circunda. Estoy quieto. Siento un estallido de pequeños microsoles que impactan tibiamente en mi pecho y en toda la superficie de la piel desnuda. Como asteroides que golpean masivamente un planeta gigante que soy yo, actúan atenuando las vibraciones nerviosas, desacelerando el pulso cardíaco. Al estallar en mi cuerpo su luz traspasa la carne y siguen viaje en mi interior.

Avanzan las luces organizándose en bailes de suaves sincronismos, abrazan zonas dolidas de mi memoria y mi corazón, se aglutinan como abejas y viran su color fosforescente desde el dorado al azul metalizado y al verde esmeralda, haciendo crecer y decrecer su luz interior, y al cabo de unos segundos, se diseminan por el espacio como naves inteligentes, dejando el órgano abrazado en paz, rojo latente, acariciado.

Abro los ojos, la canción ha terminado, el médico ha abierto la ventana y mira el jardín. Se escucha el trinar de los pájaros. Mi hijo yace con sus mejillas rosadas, intacto e inmóvil. Me acerco a su cama impaciente y fijo la mirada en su carita de ángel de párpados cerrados. Pasan varios segundos y por fin abre los ojos, como dos persianas, lentamente. Sus pupilas leen directamente el interior de mi mente en silencio, noto que sus ojo aún ven, en un pestañear, la maravilla que ha sucedido en su cuerpo, como en el mio. “Estoy bien Papi” me dice, "Sé que estoy bien, y estoy feliz" y me pregunta - “ ¿Era Dios Papi ?” ....Una soga repentina me ata la garganta y aguanto las lágrimas. “Sí hijo... era Dios” digo por fin y abrazo tembloroso su pequeño cuerpo.

Din Don Dan

Batman y Robin se hundían en la cima de una torta de crema como trampa final del Pingüino cuando ¡Maldición! el robusto Zentih blanco y negro comenzó a fallar otra vez.

Mi abuela, que venía de visita, se había puesto a caminar de ida y vuelta frente a la pantalla estorbando la visión del último episodio especial de navidad.

Despotriqué contra ella y me corrió con una rama que usaba para espantar los perros. Decidí terminar con las inconveniencias y quitándole el bastón de un saque se lo revoleé arriba del techo. Eso me costó un exilio temporal de casa que utilicé para tirarle piedras a un panel de abejas en la placita del barrio.

Al regresar me refugié en mi habitación y dediqué mi tiempo a operaciones matemáticas extraescolares. Según mis cálculos, si un espiral Atanor duraba ocho horas, este pedacito, alcanzaría una duración de una hora y media. Até la mecha de un rompeportones de 80 al centro del espiral y lo encendí en el extremo. Salí al jardín donde se preparaba la mesa de noche buena y escurriéndome entre las piernas de mi vieja, escondí la bomba en un esquinero de frondosas plantas.

A las 23.50 explotó el petardo justo detrás de la cabeza de la abuela levantándole 10 centímetros la falsa cabellera. La potencia y la perfección del cálculo del estallido me llenaron tanto de satisfacción que todas las miradas se posaron en mí. Otra vez en penitencia.

Encerrado en mi dormitorio, abriría los regalos al día siguiente. Dolía, pero no tanto, al fin y al cabo no tenía muchas esperanzas. En los hermosos paquetes que se hallaban debajo del arbolito no había ninguno en el que podría caber una bicicleta, mi gran deseo.

Con gesto adusto y palabras severas mi viejo me llamó a la una y media de la madrugada y me ordenó que retirara de su auto unas valijas que traía de su viaje de negocios. Cuando abrí la puerta de la cajuela mi vista se topó con una increíble bicicleta azul metalizada que no tenía mi nombre. Desconcertado corrí adentro y le conté a mi padre mi fantástica visión. Entonces me dijo indulgente “Es tuya hijo, Feliz Navidad” y me abrazó.

Calles circulares

Estuve a punto de creer que me había ido para siempre de aquel barrio de casas blancas, iguales, con sus calles circulares, que se doblan sobre sí, como un sueño envolvente, o visto de otra forma, como un laberinto de espejos. Recordé entonces que de niño uno podía andar en bicicleta por horas descubriendo siempre una nueva curva, un nuevo pasadizo, y seguir girando por días y noches enteros con el mismo resultado, con la sospecha, quizás fundada, de que el barrio se multiplicaba por sí mismo para descubrir otro barrio, igual, en la profundidad de su propio remolino. O tal vez fuera, pedaleando y pedaleando, que me hubiera expulsado, por fuerza centrífuga, a la mismísima vía láctea desde donde ahora escribo, girando a su alrededor como un planeta. Por eso mismo es que no puedo discernirlo, las dos cosas me parecen reales, si estoy adentro o estoy afuera de sus calles circulares. Las de mi barrio, de casas blancas, iguales.

Aún puedo escucharlo

El lejano sonido del tren era un arrullo en la noche. Su nostálgico traqueteo me devolvía la familiaridad de saber mi sitio, una referencia que dormido podía distinguir bajo las frazadas y sentirme seguro de estar en mi hogar de niño, mis padres en el otro dormitorio, y la madrugada estirándose larga hasta el amanecer cuando otro tren, el de las seis horas, pasara inquietando la profundidad de mi sueño, para anunciar el comienzo del nuevo día.

También la sirena de la fábrica de cerámicos, cuyo sostenido aullido crecía y decrecía lentamente señalando las doce del medio día, la media tarde, o las siete de la mañana. Chillaba potente y mi barrio lindante sabía con precisión la hora sin ayuda de relojes. “a las cinco en punto te quiero aquí de regreso” decía la madre, y uno en su universo de pedales, barro y pelotas, sólo debía obedecer a ese sonido para saber que la merienda esperaba en casa, y la madre, quien también sabía con su inquietud perpetua, que sus pichones pronto regresarían al nido.

Y el vigilador nocturno que sonaba su silbato y uno podía ver mentalmente al viejo guardián de mi barrio, pedaleando en la calle, desierta ya, tan despacio que parecía fuera a perder el equilibrio en cualquier momento.

Sonidos de la infancia tranquila, relojes biológicos de mi barrio que marcaban la cansina rutina de una vida en paz. Una vida que pasó y que aún puedo escuchar, como el sonido del mar, cuyo rugir penetra suavemente en lo inconsciente dejando una marca indeleble en la profundidad del alma.

Alena, un bar, una postal

Fausto Cuervos medía un metro ochenta y cabía justo en el tamaño standard de un ataúd. Su padre había jurado matarlo y ahora escogía un cajón de cedro lustrado con herrajes de oro que pronto sería cubierto con la bandera de México. Un Cuervos merecía cuanto menos pompas de lujo.

Desoyendo su advertencia Fausto se presentó en la oficina de Sebastián Heigh, el fiscal que en los días venideros pondría a Alejandro Cuervos, su padre, a rendir cuentas por lavado de dinero y narcotráfico. La visita tomó por sorpresa a Alena quien preguntó atónita ¡¿Qué haces aquí?! Miró fijamente a esos ojos cafés que inevitablemente penetraban en lo profundo de su ser. Fausto habló sin rodeos “Escúchame aunque sea ésta la última vez. El sobre de papel madera enviado a nombre de tu padre contiene un bomba, debes actuar rápido. Mi padre sabe que he venido a verte y estoy dejando la ciudad ahora mismo” dijo extendiéndole una postal que ella reconoció de inmediato. Allí se mostraba una calle de piedras y un humilde bar de madera pintado de verde y rojo incrustado en la montaña. El mismo bar que secretamente juraron conocer un día.

Cerró la puerta sin ruido. Alena quedó sentada inmóvil, abstraída por el instantáneo recuerdo de ese amor prohibido por ambas familias. Su mente viajó hasta esa primera noche. El dulce amarillo de una luz de vela alumbraba el contorno de las manos de Fausto que aferraban sus nalgas con fiereza sobre un raído colchón tirado en el suelo. Rozó su cuello con un dedo evocando las marcas de ese deseo que aún gritaba desde el fondo de sus entrañas. Dio vuelta por fin la postal y leyó “No tendré lujos para ti, he rentado una habitación justo arriba del bar ¿Lo recuerdas no?, allí te estaré esperando lo que sea que tardes en venir” Alena sentía ahora el vigor de un impulso que la empujaba nuevamente a sus brazos. Contradecida y ruborizada comprendía que el esfuerzo de olvidarlo era sencillamente inútil. Pasaron cuatro meses.

Mercedes Cuervos lloraba inútilmente ante su marido pidiendo de rodillas clemencia. Los otros hijos del matrimonio, Bernardo y Anabel, discutían encarnizadamente a favor y en contra de la sentencia de muerte que aún pesaba sobre los hombros de su hermano menor.

Una tarde vencido y recostado contra la pared celeste descascarada del viejo bar, sumergido ya en los tibios sueños del tequila, la fantasía transportó a Fausto hacia ese edificio en construcción frente al mar. Allí donde había saboreando palmo a palmo el entero cuerpo de Alena. Ese pequeño cuerpo casi adolescente que se abría al amor en suaves e intensos gemidos tan cálidos como el alcohol que lo envolvía en su delirio. “Alguien espera por ti” dijo el hombre del bar poniendo sobre la mesa aquella postal donde ahora resaltaban unos labios carmín estampados. Su corazón dio un vuelco y casi cayéndose de la silla se incorporó de repente saliendo en tropiezos a la solitaria calle de piedras. Tambaleante y extraviado murmuró ¿Alena? Extendió un brazo hacia el hombre de sobretodo negro que a pocos metros le apuntaba con un arma ¡Alena! dijo en un largo grito que la montaña multiplicó al infinito, el estruendo de un disparo se sumó al eco de su voz y su visión borrosa encontró las piedras, luego el cielo y finalmente el blanco absoluto de la muerte.

Departamento 203

Aquella mañana al salir me topé con el casco y la mirada seria de un agente especial con chaleco antibalas, recostado contra la pared exterior de mi puerta. Sin pestañear se llevó despaciosamente el dedo índice a los labios para indicarme que debía hacer silencio. Miré fijamente al hombre por unos segundos y con un breve movimiento de cabeza me ordenó que saliera del departamento 203, donde me alojaba.

La noche anterior había leído la nota que “el Pichi” dejó sobre la mesa a modo de despedida. Decía algo como -Cambié de planes, no me siento cómodo aquí. Me voy a conocer Miami y regreso a la Argentina. Suerte-. Hice un bollito con la esquela y la arrojé tratando de hacer una canasta en el tacho de papeles.

Llevaba unas dos semanas en la ciudad de Los Angeles y apenas podía balbucear un “Where is….tal cosa?”. El dinero se acortaba y me alojaba en hoteles cada vez más baratos. Este de la 203 me costaba 35 dólares al día y disponía de unos ahorros totales de 900. Debía conseguir un trabajo de inmediato, pero para ello necesitaba primero comprar un auto.

Caminé por el pasillo del motel de dos plantas en U, con estacionamiento central, típico del oeste amerciano, y esos pasos que dí hacia la salida me parecieron la escena de un film. Alineados contra la pared, había unos 15 ó 18 tipos, quietos y silenciosos, con armas automáticas en posición de disparo . Mientras avanzaba cautelosamente no podía apartar la vista de sus uniformes negros con grandes letras blancas: DEA.

No puedo precisar cómo en pocas horas, ese mismo día, estaba conduciendo un BMW azul, viejo y fundido, cuyo volante había que girar varias veces para que doblara en las esquinas. Parecía el timón de un barco. Llovía y descubrí que al frenar en los semáforos, me caían baldes de agua en la cabeza desde el techo corredizo. Al "Nautilus", como luego lo bauticé, lo acababa de adquirir por U$s 600 en un remate estatal, gracias a una oblea de acreditación falsa que decía en rojo "Dealer". Un mexicano me la tramitó en pocos minutos, y la puso en mi pecho a cambio de 50 dólares.

Al regresar aquella noche al Motel, luego de extraviarme una y otra vez en los interminables freeways de esa gigantesca ciudad, tenía la sensación de no haber conocido nada más que el concreto de sus autopistas. Al subir las escaleras me quedé petrificado mirando la puerta de la 204 completamente destrozada. Unas bandas plásticas amarillas franqueban el ingreso: “Crime scene / Do Not Enter”.

Entré a mi habitación con ese horror interno de imaginar la sanguinaria escena de la 204. Abrí un sandwich y comencé a comerlo parado. Lo abandoné a un costado de la mesita de luz y conté mis ahorros. Mis sueños en Los Angeles se limitaban a unos 200 dólares ¿Qué haría? Me miré en el espejo y me sonreí. El estridente ring ring del viejo teléfono de mi cuarto me sobresaltó . Miré el aparato con miedo. ¿Sería el conserje echándome? ¿Me advertiría algo sobre la 204? ¿Una llamada para mí? ¿A esta hora? Levante el tubo, -Hello- dije. -Hola, soy Emiliano, dijo la voz, - Mi dijeron que sos de Rosario, yo también soy rosarino. Me pasó tu telefóno un amigo en común. Hace 15 años que vivo aquí. Debes estar solo- dijo. ¿Querés tomar un café?- Hubo un silencio, -Sí, por favor- respondí.

Al límite

La mirada de Romanicio resultaba tan dura como 10 amonestaciones , si hubiera podido elegir quizás me quedaba con las amonestaciones, pero mi libreta de calificaciones estaba llena de apercibimientos de manera que no tenía opción. Mi vieja leía asombrada mi comportamiento del primer año en la escuela N° 330 República de Grecia: “5 amonestaciones” concepto “Reiteradas faltas de respeto a la autoridad” y se repetía en los renglones la cantidad y el concepto hasta llegar al límite permitido. A mitad de año me encontraba en una situación sin retorno, debía ser un estudiante ejemplar o rajar a otra escuela con el agregado de una docena de zapatillas marcadas en el culo.

Decía que con Romanicio la persuasión coercitiva no existía, era autoridad pura y dura. Con los años me alegro de haber tenido a ese director rectilíneo que patrullaba los largos pasillos de la escuela como el mismo gral. Patton. De no ser por él y por mi viejo, que me tenían vigilado como a un prisionero de máxima peligrosidad, quizás hoy estaría tras las rejas, de hecho, había comenzado a juntar méritos para estarlo.

Un día en clase de historia cometí el error de agregarle en voz alta una R al apellido de la Vega y la profesora me ordenó salir del aula, es decir, al pasillo, que era como largarte a la intemperie en el polo norte. ¿Y adivinen quién venía? Romancio. Mi situación como ya dije no era la mejor, así que comencé a sudar frío. Mirándome directamente a los anteojos caminó en línea recta hacía mí y tomándome de un ala me condujo medio a la rastra hasta una columna cercana a la dirección. “¡Quédese aquí mirando contra la pared!” me dijo, ¡Ahora vamos a resolver esto, espere!”. Pensé en escapar, irme a la Siberia o a cualquier confín del mundo y ser adoptado por una familia de rusos con trajes de piel y comenzar una nueva vida. Pero mis pies no se movieron, no se porque razón.

Al cabo de unos minutos el temido director apareció con unos papeles en mano caminando hacia mi lugar de penitencia. Mi mente comenzó a imaginar una corte marcial de padres y directores decretando lo que sería mi triste expulsión. Entonces se acercó a mis espaldas y me susurró al oído. “¡Usted es un pelotudo!” Yo no salía de mi sorpresa y agregó “¡Raje de acá y no lo quiero ver más hasta fin de año, ¿Está claro?!” Por un momento me quedé parado allí todavía tiritando de miedo y me pareció ver que Romanicio disimulaba una sonrisa mientras se alejaba por el pasillo sin mirar atrás. Siempre recordaré aquello, un tipo duro y aparentemente inflexible, me había ofrecido una segunda oportunidad exhibiendo un don de gente que hasta el día de hoy puedo recordar y agradecer.

Los industriales de mi barrio.

Nací en un barrio que por cosas del azar, o el destino, estaba lleno de emprendedores industriales. Esos tipos eran nuestros padres, gente de 30 años con varios hijos pequeños que habían decidido comprar un casita en aquél barrio alejado de la ciudad, Parque Field, generalmente con la idea de invertir sus pocos ahorros en sueños de progreso.

Cuando teníamos 10 años, en el 76, muchos de ellos ya habían comenzado esa tarea colosal de hacer una empresa. No podré jamás olvidarme de aquel tiempo porque aquella fue la matriz que vio nacer. Recuerdo en un simple pantallazo: La fábrica de ataúdes de los Ginesci, donde nos escondíamos en los cajones haciéndonos los muertos, la empresa Ocelote de Florencio Agut, que fabricaba botines de fútbol, y todos estrenábamos con alegría en cada temporada, sobre la dura tierra de la canchita de la escuela. La empresa de tableros automátizados del padre de Viviana Cardozo, la de herramientas industriales de los Hernandez, y la que veía en mi propia casa, la empresa de cascos deportivos para motos, que había comenzado mi viejo y que duró hasta finales de los 90, cuando la libre importación de productos, terminó por asfixiar primero su empresa y pocos años después su propia vida.

Siempre vuelvo a mi barrio de diferentes maneras, a dar vueltas con el auto para ver mi querida casita, a reencontrarme con amigos entrañables de toda la vida y también a través de facebook, donde tenemos dos sitios del barrio y allí posteamos fotos y recuerdos de nuestra primera infancia.

En esas visitas virtuales y reales fueron reconstruyéndose la vidas actuales de todos los que allí vivimos, y también narrando el presente de esas historias entrelazadas por un pasado común. Y también allí confirmé lo que podía suponer había sucedido. Todas las esas empresas de nuestros padres fueron cerradas después de muchos años de lucha, negádosele el poder de dejar un legado a sus hijos. Ninguno de ellos fracaso en lo personal aunque inevitablemente así lo sintieron. Todos fueron protagonistas de una historia trunca del pequeño y mediano industrialismo argentino.

Hoy la empresa de mi viejo es próspera porque los nuevos dueños, unos desconocidos, se encontraron con las medidas proteccionistas de este presente político, que le han permitido crecer y expandirse. Ese que fue el sueño eterno de mi padre, luego de cuatro décadas se ha hecho por fin realidad, pero él ya no está en este mundo para verlo. Hoy los ignorantes hablan de populismo y proteccionismo, y no puedo más que agarrarme el corazón y pensar en mi infancia y mis amigos, y en los sueños rotos de nuestros viejos, aquellos grandes sueños a los que jamás renunciaré.

Le cuento esta reflexión a mi viejo, y a los padres de mis amigos que me enseñaron el camino del desarrollo, que nunca podrá ser tal sin la energía indispensable de la industria nacional que tarde o temprano habremos de conseguir los argertinos.

Desde aquella infancia a este presente dos cosas fundamentales he aprendido. Que la industria nacional, y no las materias primas, es el motor del desarrollo y debe ser protegida. Que los enemigos de la nación son siempre lo que prefieren lo importado, porque es mejor y más barato, y nunca defenderán ésta causa, porque no entienden que todos los países desarrollados han protegido sus industrias nacionales, o simplemente porque se benefician con negocios que poco valor le aportan a la Nación. No se trata de intereses sectoriales sino nacionales.

Gracias a los viejos industriales de mi barrio, que con su imaginación me han señalado el camino. Siempre llevaré su bandera, la Argentina, la de todos.