domingo, 30 de marzo de 2014

La triste plaza

La plaza de mi barrio es un lugar generalmente desierto. Siempre fue así y no es algo malo que así sea. Se trata tan sólo que la pobre plaza fue a situarse justo dentro de un barrio que era un verdadero parque de entretenimientos. Era como hallar una piscina dentro de un mar, ¿Quién necesitaba eso? Quizás los viejos sí, pero resulta que en mi barrio, por esa época, no había viejos.

Las calles circulares del trazado de Parque Field, en cambio, nos envolvían como los brazos de una madre que protege, de ese modo se convertían en circuitos de ciclismo de pura diversión. Con ello la pobre plaza quedó como un cuadro decorativo, un espacio abierto que nosotros observábamos más como una cosa anticuada que algo de real interés. Mirarla o transitar por ella era preguntarse ¿Qué puedo hacer yo aquí divertido?

Bueno, las hamacas fueron algo que supimos aprovechar un poco más tarde. Creamos un popular deporte que llamamos Hamagol. En él, dos contrincantes se disponían en hamacas contiguas de manera enfrentada. Sobre la tierra clavábamos dos arcos hechos con palitos, y cada uno empuñaba un rama, a manera de palo de hockey, que servía para empujar la piedra-pelota hacia los arcos.

Pero la plaza siguió siendo un signo de interrogación en el barrio, como un pequeño desierto dentro de un gran oasis. De sólo ver su perpetua soledad a uno le entra nostalgia. Ni siquiera servía como refugio de los amantes. Para eso contábamos con un sitio mucho mejor que eran los “pasillitos”. Estos senderos rectos, diseños para cortar el trayecto de los caminantes, eran el escondite perfecto para los besos y los abrazos. Tenían poco más de un metro de ancho y sus paredes, las medianeras de las casas, eran altas y tupidas tuyas donde nos hundíamos abrazados.

Ya que nunca sirvió como sitio de diversión, se convirtió en cambio como lugar de perdición. Nos reuníamos allí un grupo de adolescentes para escupir el suelo y tramar actividades ilegales que nos llevaron por mal camino, dejándonos una pésima reputación vecinal, qué sólo la vida se encargó luego de corregir a golpes.

Recuerdo acostarme por las noches en soledad sobre sus bancos de madera con un grabador portátil Panasonic, un aparato a cassettes con teclas de metal, que requería 4 pilas grandes. Con esa walkman prehistórico me quedaba largas horas repitiendo las letras de Gian Franco Pagliaro, para lacerarme en los sentimientos de un amor nunca correspondido...

Te regalare
más que los barcos, los pájaros,
mi fe,
mi pensamiento, mi horizonte, mi verdad,
todo lo que hay
en mi.
Y te amaré, por todas las mujeres que jamás amé,
por todos los hombres que nunca te amaron,
mientras te ame, te amaré.
Quizás ese sea el recuerdo más querido que tengo de la placita. Esos momentos de soledad. Esa melodía que logró traspasar el cristal del tiempo para anidarse en el sito más sagrado de mi memoria.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario