domingo, 30 de marzo de 2014

Departamento 203

Aquella mañana al salir me topé con el casco y la mirada seria de un agente especial con chaleco antibalas, recostado contra la pared exterior de mi puerta. Sin pestañear se llevó despaciosamente el dedo índice a los labios para indicarme que debía hacer silencio. Miré fijamente al hombre por unos segundos y con un breve movimiento de cabeza me ordenó que saliera del departamento 203, donde me alojaba.

La noche anterior había leído la nota que “el Pichi” dejó sobre la mesa a modo de despedida. Decía algo como -Cambié de planes, no me siento cómodo aquí. Me voy a conocer Miami y regreso a la Argentina. Suerte-. Hice un bollito con la esquela y la arrojé tratando de hacer una canasta en el tacho de papeles.

Llevaba unas dos semanas en la ciudad de Los Angeles y apenas podía balbucear un “Where is….tal cosa?”. El dinero se acortaba y me alojaba en hoteles cada vez más baratos. Este de la 203 me costaba 35 dólares al día y disponía de unos ahorros totales de 900. Debía conseguir un trabajo de inmediato, pero para ello necesitaba primero comprar un auto.

Caminé por el pasillo del motel de dos plantas en U, con estacionamiento central, típico del oeste amerciano, y esos pasos que dí hacia la salida me parecieron la escena de un film. Alineados contra la pared, había unos 15 ó 18 tipos, quietos y silenciosos, con armas automáticas en posición de disparo . Mientras avanzaba cautelosamente no podía apartar la vista de sus uniformes negros con grandes letras blancas: DEA.

No puedo precisar cómo en pocas horas, ese mismo día, estaba conduciendo un BMW azul, viejo y fundido, cuyo volante había que girar varias veces para que doblara en las esquinas. Parecía el timón de un barco. Llovía y descubrí que al frenar en los semáforos, me caían baldes de agua en la cabeza desde el techo corredizo. Al "Nautilus", como luego lo bauticé, lo acababa de adquirir por U$s 600 en un remate estatal, gracias a una oblea de acreditación falsa que decía en rojo "Dealer". Un mexicano me la tramitó en pocos minutos, y la puso en mi pecho a cambio de 50 dólares.

Al regresar aquella noche al Motel, luego de extraviarme una y otra vez en los interminables freeways de esa gigantesca ciudad, tenía la sensación de no haber conocido nada más que el concreto de sus autopistas. Al subir las escaleras me quedé petrificado mirando la puerta de la 204 completamente destrozada. Unas bandas plásticas amarillas franqueban el ingreso: “Crime scene / Do Not Enter”.

Entré a mi habitación con ese horror interno de imaginar la sanguinaria escena de la 204. Abrí un sandwich y comencé a comerlo parado. Lo abandoné a un costado de la mesita de luz y conté mis ahorros. Mis sueños en Los Angeles se limitaban a unos 200 dólares ¿Qué haría? Me miré en el espejo y me sonreí. El estridente ring ring del viejo teléfono de mi cuarto me sobresaltó . Miré el aparato con miedo. ¿Sería el conserje echándome? ¿Me advertiría algo sobre la 204? ¿Una llamada para mí? ¿A esta hora? Levante el tubo, -Hello- dije. -Hola, soy Emiliano, dijo la voz, - Mi dijeron que sos de Rosario, yo también soy rosarino. Me pasó tu telefóno un amigo en común. Hace 15 años que vivo aquí. Debes estar solo- dijo. ¿Querés tomar un café?- Hubo un silencio, -Sí, por favor- respondí.

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