domingo, 30 de marzo de 2014

Lluvia con sol

El cielo comenzó a disparar balas de agua fría que dolían en el cuero de la espalda incendiada por febrero. Lluvia con sol. Aproveché el revuelo de la gente que escapaba presurosa de la pileta del club y corrí en sentido contrario a todos tirándome de cabeza en el agua. Sumergido en el fondo podía ver las gotas de lluvia golpear la ondulante barrera de la superficie. ¿Vendría? Mañana sería tarde. Una pelota de nylon de colores viajó hasta el agua y quedó flotando en giros a merced del viento, me hallaba solo.

El barrio la había escondido de niña entre sus calles hasta esa tarde, tan sólo tres días atrás, en que la hallé dibujando perfectas elípsis sobre los mosaicos de la cancha de básquet. Me detuve ante ese espectáculo de ruedas que brillaba en los reflejos azules de su traje de lentejuelas. Sus manos adolescentes liberaban emociones sobre las notas de una partitura de piano. El spot de mi mirada entró en una cadencia hipnotizante, la potencia de sus piernas la impulsaban con gran velocidad y comencé a sentir una extraña sensación en el estómago en cada giro, el zumbido de las ocho ruedas pasando como un viento junto a mí, su pelo recogido en un rodete, sus medias negras, sus botas blancas.

Aquella noche nos encontró nuevamente en la fiesta de carnaval mezclados entre la gente que bailaba cubierta de espuma lanzando serpentinas de colores. La misma niña, ahora mujer, vino a saludarme con una amplia sonrisa y le volqué una bolsa de papel picado en la cabeza. A medida que avanzaba la noche nuestro duelo intermitente se extendía por todo el territorio del club y se había tornado cada vez más personal. Bailamos y reímos incansablemente. Ofreciéndome un pedazo de choripán como tregua me llenó la cara de espuma y escapó hasta salir del club. La corrí sintiendo la brisa de una madrugada que nos secaba el sudor.

Ya fuera, la vi refugiada en la penumbra de un árbol y sentí que el corazón se me escapaba del pecho. Apoyada en su espalda respiraba agita
damente. Me aproximé despacio y noté que no se movía. Me acerqué más a ella mirando su rostro que brillaba sonriente bajo un rayo de luna hasta quedar a cinco centímetros de su boca. Amenazándola con el spray de espuma sin dejar de mirarla, la besé. 

Nos amamos tres días a escondidas en los pasillos del barrio descubriendo cada vez una nueva parte de su cuerpo, el tiempo no alcanzaba. Tenía que verla ese último día. Por fin llegó. Con el club ya desierto sorteo la valla perimetral y se acercó al agua caminando por el borde hasta encontrarme, ¿Vas a entrar? pregunté. Sin pensarlo saltó de pie junto a mí y nos abrazamos las piernas bajo el agua besándonos y acariciándonos el rostro. La prisa del deseo nos empujaba más y más mientras nos tocábamos los cuerpos conscientes de su partida, una lluvia helada comenzó a caer. Se apretó contra mi pecho en un temblor de su cuerpo que sentí como propio. “Nos vamos mañana” dijo apretándose aún más.

La esperé al día siguiente en una esquina con un sobre de cartulina dorada que guardaba un ángel de cristal, pero no pudo venir a la cita. La mudanza de su familia se anticipó unas horas y nos dejó sin adiós y sin caricias. Pude ver sus manos aferradas contra el parabrisas trasero del auto de su padre, que pasó cargado de maletas, a veinte metros de mi lugar. Me quedé parado allí, en el centro de la calle, levantando mi brazo en la distancia cada vez más lejana.

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