domingo, 30 de marzo de 2014

Aún puedo escucharlo

El lejano sonido del tren era un arrullo en la noche. Su nostálgico traqueteo me devolvía la familiaridad de saber mi sitio, una referencia que dormido podía distinguir bajo las frazadas y sentirme seguro de estar en mi hogar de niño, mis padres en el otro dormitorio, y la madrugada estirándose larga hasta el amanecer cuando otro tren, el de las seis horas, pasara inquietando la profundidad de mi sueño, para anunciar el comienzo del nuevo día.

También la sirena de la fábrica de cerámicos, cuyo sostenido aullido crecía y decrecía lentamente señalando las doce del medio día, la media tarde, o las siete de la mañana. Chillaba potente y mi barrio lindante sabía con precisión la hora sin ayuda de relojes. “a las cinco en punto te quiero aquí de regreso” decía la madre, y uno en su universo de pedales, barro y pelotas, sólo debía obedecer a ese sonido para saber que la merienda esperaba en casa, y la madre, quien también sabía con su inquietud perpetua, que sus pichones pronto regresarían al nido.

Y el vigilador nocturno que sonaba su silbato y uno podía ver mentalmente al viejo guardián de mi barrio, pedaleando en la calle, desierta ya, tan despacio que parecía fuera a perder el equilibrio en cualquier momento.

Sonidos de la infancia tranquila, relojes biológicos de mi barrio que marcaban la cansina rutina de una vida en paz. Una vida que pasó y que aún puedo escuchar, como el sonido del mar, cuyo rugir penetra suavemente en lo inconsciente dejando una marca indeleble en la profundidad del alma.

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