domingo, 30 de marzo de 2014

Lía, la gitana

Ella sabiendo que mentía elegía hacerlo. Yo tampoco quería escuchar verdades asesinas, sólo podía aceptar palabras que me dieran un minuto más de su piel blanca, de sus labios anchos rosas resaltados por sus gruesas cejas negras de gitana.

Me dejó sentado en el banco de mármol del museo de arte moderno como sobre la tapa de un sepulcro, y desde entonces me he preguntado porque esos lugares de arte son de piedra fría como los cementerios, siendo que los artistas allí exhibidos jamás quisieron verse envueltos entre las paredes de una tumba. Ni Picaso, ni Renoir mi favorito, ni Botero, ni Miró. Mis razones poéticas nunca le importaron y partió hacia rumbos posiblemente infelices pero decididamente lejanos al refugio de mi amor.

Una noche de ginebra perdida para mi y escéptica como tantas, me había sonreído a 10 metros en la barra de un boliche, miré hacía atrás para encontrar otro destinatario de esa mirada de turca penetrante, hasta comprender que era a mi a quien hablaban esos ojos. Pronto, apretados bailando juntos en la pista y a punto de besarnos me dijo. “Yo te conozco…vos no te acordás de mi” y yo no quise hacerlo, no importa ahora, ni entonces, porque razón.

Nunca fue mía ni aún siendo mía. Vibraba como las cuerdas de un violín al sonido de su voz y cada tontería suya resultaba para mi una música aparte del mundo, un sonido que me devolvía la carne olvidada ya en botellas de alcohol en noches infinitas de estar perdido. Con ella regresaron los sonidos de las palabras, que fueron sus palabras, y salieron a un sólo tiempo, los latidos de la sangre encerrados en mi ser, sonando como el tambor de la jungla en una noche de cacería de panteras.

Viví cosas extraordinarias con ella, amor extraordinario, como aquella noche que la puse dentro de un vaso de coca con hielo para detener la inflamación de tantas horas de amor, y entre risas nos seguimos amando. O esa otra tarde loca, que salí de la habitación del motel porque la ducha no funcionaba, y me agarraron dos perros policías de las muñecas, y terminé mil horas de amor después, los dos ensangrentados, y por insistencia de ella, poniéndome una antirrábica en un hospital público de la zona. Y también esa tarde noche increíble, que no me dejaba entrar a la habitación de mi hermana, que me había prestado la casa para la ocación, y apareció al cabo de unos minutos desnuda con botas de cuero de caña alta, cinturón con pistolas y sombrero de cowboy, lista para amarme, e hicimos el amor sobre la mesa y toda la casa.

Un día comprendí que no me amaba como yo a ella y terminamos discutiendo en el auto razones que ella no escuchaba. Para ella el mundo y la vida eran cosas bonitas donde yo no estaba. Para mi ella era casi tanto como el mundo entero y nada sin ella. Le dije un día en un bar, previo al día final del museo de arte, que mirándola a ella volvía a respirar. Enarcó las cejas y se río irónicamente de aquella frase impropia mía, como quien vuelca un vaso de vino en una cena de aparentar.

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