domingo, 30 de marzo de 2014

Dos veranos

Bibiana Flaherty tenía un culo que estaba entre los top 10 del barrio. A decir verdad, ocupaba los 10 primeros puestos y luego seguían el 11, el 12 y todos los demás. Sería por su continua observación quizás, que había comenzado a mirar más allá de su pantalón y todo lo que veía en ella me resultaba perfecto, de tal manera que en poco tiempo me encontraba simultáneamente caliente y enamorado. Un pibe de anteojos y diente de lata como yo, podría decir que tenía unas chances de 1 a 10: Cero.

Por esas cosas del destino nos habíamos hecho muy amigos. Ella venia a casa a buscarme, yo a la suya, su madre me quería y nos servía chocolatadas y otras cosas ricas para comer. Todo eso era genial pero estaba lejos de ser suficiente. Entonces llegó el verano y la cosa se tornó insostenible.

Salir de la pileta del club con esa bomba de la mano, era imperdonable para cualquier tercero que evaluara mi facha con alguna justicia, y en cuanto a mi, su piel se me había vuelto tan irresistible, que debía contener mis deseos para no saltar sobre ella y terminar en un escándalo. Lo que comenzó siendo un juego se transformó, sin aviso, en un dolor agudo dentro del pecho. Me había agarrado el corazón con su mano y bien podía haberlo hecho rebotar contra el piso o dejarlo caer al fondo del mar para que se ahogara, pero nunca lo hizo. En su lugar, su dócil figura se proyectaba en las noches de calor como un ángel en mis sueños.

Tenía que resolver el asunto de inmediato así que me demoré unos once meses buscando las palabras adecuadas frente al espejo. El momento señalado se dio el verano siguiente, precisamente en el día de mi cumpleaños. Emprendí entonces la procesión hasta su casa en el otro extremo del barrio. En el camino cambié mi discurso unas ochenta veces hasta el punto de detener la marcha para evaluar, si debía seguir, o regresar y dar todo por terminado.

Finalmente golpeé a su puerta y ella salió con un pareo hawaiano que me mi hizo olvidar por un momento el motivo de mi visita. Quizás fuera mejor prolongar su visión caminado un rato por ahí. Me saludó con un abrazo siempre tan suave y alegre que quise pensar no fuera el último. Nos sentamos en el borde de una piscinita de piedra que tenía justo al costado de la puerta. Había pasado el invierno y mientras yo buscaba las palabras, movía con una ramita el agua verde de aquel estanque donde nadaban ranas entre las hojas.

Tartamudeé por fin mis emociones mordiéndome los labios y ella no pudo más que decir no. No quiso lastimarme, sólo decir no. Nos sujetamos las manos fuertemente queriendo retenernos después de haber vivido en dos veranos tantas cosas. Ella mi cariño y mi amistad, yo todo su ser.

Al salir de su casa caminé con dificultad como un tigre apuñalado. Con el paso de los minutos mi andar se volvió más ágil y ligero. Con el cielo abierto de Diciembre la prisa se apoderaba de mi cuerpo al tiempo que dejaba caer pesadas emociones como lastres sobre el asfalto, sentí que una fuerza incontenible me empujaba hacia adelante y sin poder evitarlo, comencé a correr.

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