domingo, 30 de marzo de 2014

Zapatillas de ballet

Ema era de naturaleza rebelde y su talento como bailarina la hizo conocer el mundo antes de cumplir los 18 años. Perteneciendo al elenco estable del teatro Colón de Buenos Aires viajaba habitualmente para atender su nutrida agenda artística. Los compromisos con el baile no le impidieron sin embargo, terminar sus estudios secundarios con excelentes calificaciones.

El tío Guillermo, con quien vivía desde que sus padres perdieran la vida en un accidente, era un alemán severo que la cuidaba como a una reina. Su fuerte carácter teutón que lo había destacado como un gerente eficaz e inflexible, no se parecía en nada al dócil hombre que sacaba los domingos a tomar helados a su sobrina. Como podía se las arreglaba para llevarla y traerla a todas partes y siempre tenía una dulce sonrisa cada vez que ella se acercaba. El día que Ema se vio obligada a partir comenzó su deterioro físico y al cabo de un año sin noticias, prefirió la muerte a la tristeza.

Nunca supo el pobre viejo que Ema se había involucrado en los movimientos armados que en la década del setenta agitaban el país. Deslumbrada por la personalidad arrolladora de un peruano que conoció en Berlin, la danza pasó a segundo plano para interiorizarse en el fragor de Damián, un militante de izquierda que luchaba desde el exterior junto al Ejército Revolucionario del Pueblo de la Argentina. Ema demostró una vez más que su disciplina de bailarina no era casual. Aparte de la heredada determinación del tío, sumaba una claridad de conceptos que tan pronto los contactos de Damián la escucharon hablar, se miraron entre sí deslumbrados. En pocos meses Ema coordinaba acciones logísticas en la primera plana de la organización clandestina.

Las cosas se habían complicado rápidamente para el círculo que componía su célula y no había margen de acción. El golpe militar se movia con gran velocidad y en tan sólo dos semanas habían hecho desaparecer a tres de sus contactos cercanos, incluyendo al propio Damián. Con el corazón hecho amasijo de vidrios rotos recibió la orden de viajar a Montevideo donde sería contactada. Estaba embarazada.

Pasó varios días yendo y viniendo de la playa al hotel de mala muerte donde se encontraba alojada sin tener la mínima idea de lo que sucedería con ella. Allí no conocía a nadie, no podía hablar con el tío y extrañaba horrendamente a Damían. Su carácter sin embargo la mantenía imperturbable y disimulaba su propia angustia con la intención de proteger al hijo que llevaba en su vientre.

Una mañana luego de un escuálido desayuno de pan con pan ingresó al hotel para llorar esta vez con ganas. Antes de entregarle las llaves de la habitación la conserje le preguntó mirándola inquisitivamente a los ojos “Nena, ¿Planchaste la camisa?”. Ema quedó perpleja por un instante y antes de poder preguntar algo se encontró sola en la recepción.

Con la piel erizada y un tornado desatado en su interior subió los tres pisos de escaleras en pocos saltos. Descolgó el sobretodo que era su único abrigo y desplegó apresuradamente la carta que había en su bolsillo interior. Con las hojas arrugadas en sus manos releía, por enésima vez, la falsa carta de amor dirigida a ella por un tal “Carlos”. Entre los insulsos párrafos de mal poeta su amante decía “Espero que planches mi camisa”. Ema alzó la vista y en su propia sorpresa comprendió porque, sobre la raída cómoda de madera de su habitación, había una plancha. Bajo el calor del metal el papel reveló las tenues oraciones marrones de una segunda carta escrita entre líneas con agua de limón. El salvoconducto a Europa.

Julián nació en una cabaña de los alpes suizos. El paisaje recordaba a esas esferas de cristal que dejan caer nieve artificial sobre pinos de fantasía. La irrupción volcánica del amor de un hijo salido de sus entrañas se mezclaba con la soga que anudaba su garganta en el recuerdo vivo de Damián. Su hijo no tendría padre, su tío ya no estaba en el mundo para protegerla.

Ema se pegaba a la ventana para ver las humeantes chimeneas nevadas. Los blancos techos brillando en la noche azul y las casas encendiendo candiles amarillos. De un momento a otro todo en ella se expandía y se contraía en la felicidad y la desdicha mientras sus pechos de leche alimentaban a Julián que nada sabía de todo eso.

Los pocos amigos del movimiento, que la habían llevado hasta allí, la visitaban cada vez que podían llevándole provisiones. Los grandes sueños de la revolución se habían desvanecido en un calor de madre que se aferraba a la vida. A los pies de su cama unas pequeñas zapatillas de ballet se preguntaban si un día Ema volvería a bailar.

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