domingo, 30 de marzo de 2014

Los industriales de mi barrio.

Nací en un barrio que por cosas del azar, o el destino, estaba lleno de emprendedores industriales. Esos tipos eran nuestros padres, gente de 30 años con varios hijos pequeños que habían decidido comprar un casita en aquél barrio alejado de la ciudad, Parque Field, generalmente con la idea de invertir sus pocos ahorros en sueños de progreso.

Cuando teníamos 10 años, en el 76, muchos de ellos ya habían comenzado esa tarea colosal de hacer una empresa. No podré jamás olvidarme de aquel tiempo porque aquella fue la matriz que vio nacer. Recuerdo en un simple pantallazo: La fábrica de ataúdes de los Ginesci, donde nos escondíamos en los cajones haciéndonos los muertos, la empresa Ocelote de Florencio Agut, que fabricaba botines de fútbol, y todos estrenábamos con alegría en cada temporada, sobre la dura tierra de la canchita de la escuela. La empresa de tableros automátizados del padre de Viviana Cardozo, la de herramientas industriales de los Hernandez, y la que veía en mi propia casa, la empresa de cascos deportivos para motos, que había comenzado mi viejo y que duró hasta finales de los 90, cuando la libre importación de productos, terminó por asfixiar primero su empresa y pocos años después su propia vida.

Siempre vuelvo a mi barrio de diferentes maneras, a dar vueltas con el auto para ver mi querida casita, a reencontrarme con amigos entrañables de toda la vida y también a través de facebook, donde tenemos dos sitios del barrio y allí posteamos fotos y recuerdos de nuestra primera infancia.

En esas visitas virtuales y reales fueron reconstruyéndose la vidas actuales de todos los que allí vivimos, y también narrando el presente de esas historias entrelazadas por un pasado común. Y también allí confirmé lo que podía suponer había sucedido. Todas las esas empresas de nuestros padres fueron cerradas después de muchos años de lucha, negádosele el poder de dejar un legado a sus hijos. Ninguno de ellos fracaso en lo personal aunque inevitablemente así lo sintieron. Todos fueron protagonistas de una historia trunca del pequeño y mediano industrialismo argentino.

Hoy la empresa de mi viejo es próspera porque los nuevos dueños, unos desconocidos, se encontraron con las medidas proteccionistas de este presente político, que le han permitido crecer y expandirse. Ese que fue el sueño eterno de mi padre, luego de cuatro décadas se ha hecho por fin realidad, pero él ya no está en este mundo para verlo. Hoy los ignorantes hablan de populismo y proteccionismo, y no puedo más que agarrarme el corazón y pensar en mi infancia y mis amigos, y en los sueños rotos de nuestros viejos, aquellos grandes sueños a los que jamás renunciaré.

Le cuento esta reflexión a mi viejo, y a los padres de mis amigos que me enseñaron el camino del desarrollo, que nunca podrá ser tal sin la energía indispensable de la industria nacional que tarde o temprano habremos de conseguir los argertinos.

Desde aquella infancia a este presente dos cosas fundamentales he aprendido. Que la industria nacional, y no las materias primas, es el motor del desarrollo y debe ser protegida. Que los enemigos de la nación son siempre lo que prefieren lo importado, porque es mejor y más barato, y nunca defenderán ésta causa, porque no entienden que todos los países desarrollados han protegido sus industrias nacionales, o simplemente porque se benefician con negocios que poco valor le aportan a la Nación. No se trata de intereses sectoriales sino nacionales.

Gracias a los viejos industriales de mi barrio, que con su imaginación me han señalado el camino. Siempre llevaré su bandera, la Argentina, la de todos.

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