domingo, 30 de marzo de 2014

Arcilla y pan

Su pieza en el fondo era como un cuarto de muñecas. De muñecas pobres, siempre limpio y ordenado. En el reducido espacio disponible atesoraba unas botellitas de agua florida. Perfumes baratos que cuidaba junto a otras pequeñas joyas de plástico y collarcitos de fantasía. Su baño, también de escala minúscula, era igualmente un ejemplo de pulcritud y cariño por lo que se tiene.

Llegó a mi casa de Rosario, en Parque Field, un día cualquiera, con una pequeña bolsita en la mano que era todo su equipaje. Siendo apenas una adolescente morena, delgada y tímida, se alojó en ese pequeño cuartito del fondo de mí casa, para comenzar a ayudar, como empleada cama adentro, con las tareas del hogar y el cuidado de una familia de cuatro hijos.

Pronto se ganó el cariño y el respeto de todos con su dominio natural de las herramientas más nobles, el trabajo, el amor y el silencio.

Creció en el medio del campo y se curtió desde los seis añitos, tan temprano, saliendo a cruzar los cañaverales del norte santafesino en carro, a las cuatro de la madrugada con su padre, a cuidar el algodón de la escarcha, y volver al rancho con la puesta del sol.

Y por sus cuentos camperos, que siempre escuche con tanta devoción, supe que fue la mayor de diecinueve hermanos seguidos en línea, en realidad diecisiete, porque los dos varones mayores se ahogaron tempranamente ante su mirada, un día bravo, intentándose salvar el uno al otro, luchando contra las marrones profundidades del Paraná.

Mi casa de la infancia fue de un paisaje variopinto. Olga una india de sabiduría silvestre, mi madre una natural artista plástica de carácter dócil, que pintaba enredaderas en los marcos de las puertas de mi casa. Y mi padre, un hombre cultivado en la lectura de Chéjov, los rusos, y los izquierdistas norteamericanos como Steinbeck, fue sin embargo, un empresario arriesgado y seductor, de aspecto alemán y fuerte carácter. Un zorro astuto y honesto.

Nunca le impuso a Olga órdenes ni delantales, ni cosas absurdas. Claro que eso no hace falta cuando se está acostumbrado a las rudas tares del campo. Se dirijió siempre a ella como a una persona más de la familia, de hecho, un día le dijo:

“Olga…si usted quiere tener un hijo, téngalo nomás, que en esta casa se lo enviará a la escuela como a todos los demás, tenga por seguro que se sentará a la mesa junto nuestros hijos, ni más ni menos que ellos ¿Sabe? Quiero que lo piense…si usted quiere….”

Pero Olga me había adoptado secretamente como su hijo, el hijo natural que nunca tuvo. Yo era el menor de los cuatro y siendo apenas un bebé que gateaba por las medianeras de las casas, intentando escabullirme entre las tuyas, Olga me lo recuerda siempre, me corría, me atrapaba y me alzaba a la carrera, tomándome de los pañales, para regresarme al jardín, “¿Adónde cree que va Tata?” me decía entre carcajadas, y se vuelve a reír hoy cuando lo recuerda. Desde entonces han pasado 45 años.

Una sola la vez la vi lagrimear y sólo fue porque la tomé por sorpresa entrando sin aviso a su cuarto. Leía una carta que yo le había escrito por entonces con 14 años. En ella le agradecía todo el amor y la paciencia que había tenido conmigo, un malcriado e irreverente pendejito de lentes. Le decía cuanto la quería. A la carta le había adjuntado un pequeño pastillero hecho con cáscaras de naranjas, en cuya tapita puse una foto con su rostro y el mio juntos. Todavía la conserva.

Un día jugando a la pelota con mi perrita Frida, le trabé la pata trasera con mi pierna y se la quebré torpemente. El cachorro comenzó a dar alaridos de dolor que me hicieron saltar lágrimas de desesperación. En un segundo apareció Olga y sin vacilar tomó a Frida por el lomo, la puso sobre el lavarropas y con ambos manos le acomodó los huesos de un tirón. La perrita dejó de gritar en segundos, luego la sujeto con una vendaje de telas rotas, y me dio un reto simple, serio y suave.

Sé que la voy a extrañar, la extraño por anticipado, como se extraña la risa cuando hace falta. Y voy a extrañarla por todos esos años de la infancia que me despertó con la leche servida, con la comida lista, con la ropa limpia.

Y también extrañaré besarla y decirle ¡Negra caquerura! mientras la sujeto entre mis brazos y le hago cosquillas, como siempre lo hago, con esa negra vieja y hermosa, de piel de arcilla y ojos de pan, que tanto amo.

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