domingo, 30 de marzo de 2014

Alena, un bar, una postal

Fausto Cuervos medía un metro ochenta y cabía justo en el tamaño standard de un ataúd. Su padre había jurado matarlo y ahora escogía un cajón de cedro lustrado con herrajes de oro que pronto sería cubierto con la bandera de México. Un Cuervos merecía cuanto menos pompas de lujo.

Desoyendo su advertencia Fausto se presentó en la oficina de Sebastián Heigh, el fiscal que en los días venideros pondría a Alejandro Cuervos, su padre, a rendir cuentas por lavado de dinero y narcotráfico. La visita tomó por sorpresa a Alena quien preguntó atónita ¡¿Qué haces aquí?! Miró fijamente a esos ojos cafés que inevitablemente penetraban en lo profundo de su ser. Fausto habló sin rodeos “Escúchame aunque sea ésta la última vez. El sobre de papel madera enviado a nombre de tu padre contiene un bomba, debes actuar rápido. Mi padre sabe que he venido a verte y estoy dejando la ciudad ahora mismo” dijo extendiéndole una postal que ella reconoció de inmediato. Allí se mostraba una calle de piedras y un humilde bar de madera pintado de verde y rojo incrustado en la montaña. El mismo bar que secretamente juraron conocer un día.

Cerró la puerta sin ruido. Alena quedó sentada inmóvil, abstraída por el instantáneo recuerdo de ese amor prohibido por ambas familias. Su mente viajó hasta esa primera noche. El dulce amarillo de una luz de vela alumbraba el contorno de las manos de Fausto que aferraban sus nalgas con fiereza sobre un raído colchón tirado en el suelo. Rozó su cuello con un dedo evocando las marcas de ese deseo que aún gritaba desde el fondo de sus entrañas. Dio vuelta por fin la postal y leyó “No tendré lujos para ti, he rentado una habitación justo arriba del bar ¿Lo recuerdas no?, allí te estaré esperando lo que sea que tardes en venir” Alena sentía ahora el vigor de un impulso que la empujaba nuevamente a sus brazos. Contradecida y ruborizada comprendía que el esfuerzo de olvidarlo era sencillamente inútil. Pasaron cuatro meses.

Mercedes Cuervos lloraba inútilmente ante su marido pidiendo de rodillas clemencia. Los otros hijos del matrimonio, Bernardo y Anabel, discutían encarnizadamente a favor y en contra de la sentencia de muerte que aún pesaba sobre los hombros de su hermano menor.

Una tarde vencido y recostado contra la pared celeste descascarada del viejo bar, sumergido ya en los tibios sueños del tequila, la fantasía transportó a Fausto hacia ese edificio en construcción frente al mar. Allí donde había saboreando palmo a palmo el entero cuerpo de Alena. Ese pequeño cuerpo casi adolescente que se abría al amor en suaves e intensos gemidos tan cálidos como el alcohol que lo envolvía en su delirio. “Alguien espera por ti” dijo el hombre del bar poniendo sobre la mesa aquella postal donde ahora resaltaban unos labios carmín estampados. Su corazón dio un vuelco y casi cayéndose de la silla se incorporó de repente saliendo en tropiezos a la solitaria calle de piedras. Tambaleante y extraviado murmuró ¿Alena? Extendió un brazo hacia el hombre de sobretodo negro que a pocos metros le apuntaba con un arma ¡Alena! dijo en un largo grito que la montaña multiplicó al infinito, el estruendo de un disparo se sumó al eco de su voz y su visión borrosa encontró las piedras, luego el cielo y finalmente el blanco absoluto de la muerte.

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