domingo, 30 de marzo de 2014

Música de abuelas

La abuela Lilí no podía entonar una canción ni bajo la ducha, eso sería supongo, casi sexual para ella. Una persona criada en la farmacia de un pueblo como Villa Ocampo, que habiendo crecido de la mano de la explotación forestal inglesa, conocida justamente como “La forestal”, en la alta sociedad como ella creía serlo, se distinguía del populacho precisamente por codearse con los ingleses que construían fastuosas casas, donde vivieron todo el tiempo que demandó quitar hasta la última gota de tanino del norte de Santa Fe, y luego se fueron para siempre. La educación inglesa sin embargo perduró en una gris versión doméstica de los acaudalados del pueblo que sólo rescataba lo formal como el té de la cinco. Siempre añoraron secretamente su partida.

Lo llamativo es que en su juventud tuvo ocho pianos de cola en la sala principal de su vieja casa de Ocampo, y creí ingenuamente que algo habría de quedarle de tantas fantásticas partituras, al menos una melodía entrañable de las miles que debieron pasar por sus dedos de pianista, ya que ella misma era instructora de piano, es decir, enseñaba a pobres víctimas solo acordes sin vida, y hoy esas personas seguramente bien podrían odiar la música toda con justa razón. Y claro, era eso, una instructora, no una amante de Mozart, bach o cualquier talento inspirado. Enseñaba piano pegándote con varillas en los dedos del mismo modo que los británicos educaban en los cursos de dactilografía de las academias Pitman las lecciones que es preciso aprender para moldear el carácter y las formas, como un apostolado del progreso y la educación.

Algunos fundamentan que eso era propio de la época, como enviar a las niñas a danza clásica y a francés, que junto con las clases de piano, conformaban un trío inseparable de formación básica de alta alcurnia. Si hubiera dejado algo bueno todo eso, de aquellas rigideces hoy al menos, podría haberme enseñado a mi, su nieto, algunas bellas melodías, O ser ¿Por qué no? mi madre un eximia bailarina, pero tampoco. En cambio mi vieja se volcó al arte visual cuando pudo escapar del amargo pupilaje al que fue enviada con tan solo 11 años. Como no había educación secundaría “de calidad” en el pueblo, la pusieron en un convento de Rosario donde los sabañones la martirizaron en invierno y las reglas de las monjas indicaban que el horario de dormir era las 7 de la tarde, aparte de bañarse con agua fría y levantarse a la 5:30 para la primera oración del día. A consecuencia de ese terrible destete lloró, cuenta mi madre, al menos 3 años seguidos todas las noches.

No necesariamente por la época debía todo esto cumplirse del modo que efectivamente sucedió con la abuela lily, basta de decir que su contemporánea, mi abuela Delcia, era una crilola que bien podría haber sido hija del gral. Rosas y una india de la patagonia. Con su tez trigueña siempre dibujaba una sonrisa y apenas llegaba a casa toma la guitarra, que tocaba de oído, y armaba en la casa un ambiente de alegría haciendo vibrar las cuerdas con sus viejos dedos en singulares armonías de gatos, tangos y hasta conciertos de Paco de Lucía. ¿Y a eso como llamarlo? Yo digo que es sangre en las venas, espíritu.

Siendo de tradiciones antagónicas las abuelas y sabiendo música las dos, una podía hacer de los acordes una fiesta y la otra un calvario. El resultado, al menos para mi, era finalmente el afecto y el desafecto que desarrollé por una y no por la otra. Y me pregunto al paso del tiempo ¿Será por eso que tanto me ha gustado luego el criollaje?, ¿Será por eso que tanta antipatía me han causado siempre los ingleses? En fin, historias de abuelas, de pianos y guitarras en los confines de la tierra, mi tierra, la Argentina.

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