domingo, 30 de marzo de 2014

Una bengala en alta mar

Alan lijaba todos los días su barco de madera en los preparativos de la gran expedición de surcar a pura vela los océanos del mundo entero. Siendo apenas adolescente ya era un navegante experimentado que estudiaba minuciosamente los mapas, las brújulas y las corrientes del mar.

Una de esas tanta mañanas subí al único colectivo que pasando a cuadras de mi casa podía alejarme de esa isla sin agua que era mi barrio. Siempre llevaba algunas facturas para compartir porque sabía como una fija que allí lo encontraría. Arribado al club náutico trepé la pequeña escalerita para subir a la popa de su velero que se hallaba peraltado a orillas del Paraná. Allí estaba Alan, siempre lijando y pintando cada detalle de su nave que en los próximos seis meses lo sostendría sobre las aguas calmas y las tempestades. Hablamos de los árabes e imaginamos la cara de los chinos y de los turcos que verían atracar su barco. Necesitaba comprar unas cosas y me encargué del asunto. Hasta mañana que haríamos unos arreglos finales.

Estando en el centro aproveché para ir a cenar a casa de unos amigos que tenía allí en la ciudad. Llevaba una bolsita con anclajes para los vientos y unas bengalas S.O.S. De pronto me hallé defendiendo inútilmente los planes de Alan. Algunos rompían sus proyectos en miles de pedazos diciendo cosas como: “es un irresponsable que de viejo no tendrá dinero ni para arreglarse los dientes” Defendí como pude los sueños de mi amigo y recibí una tundra imparable de argumentos que pronosticaban el desventurado camino que sufrirían aquellos que no piensan en ganar dinero, el futuro, y todo eso.

Alan murió esa misma noche. Su joven corazón decidió detenerse en su cama durmiendo para siempre todos los sueños de alta mar.

Cuando menos lo esperaba vino a casa uno de aquellos amigos del centro que hace tantos años no veía. Recordé que era el más elocuente defensor del progreso de aquella noche. Estaba sin trabajo y no casualmente me habló de su oficio de especialista en ovnis y seres de otros planetas que curan seres humanos a través de interlocutores que él conocía aquí en la tierra. Miré a mi pequeño hijo que padece diabetes desde los 4 años que estaba allí presente y me correspondió con sus ojos inmensamente abiertos. Me contó luego una larga serie de desventuras y se despidió pidiéndome dinero que necesitaba, irónicamente, para arreglar su boca.

Pensé decirle que si hubiera cruzado el océano pudiera al menos lucir hoy una sonrisa, sin dientes tal vez, pero seguro una sonrisa. No tuve ganas de hacerlo. Le dí unas monedas y nos despedimos en un cargado silencio.

Al cerrar la puerta comencé a abrir las ventanas de mi casa para dejar entrar todos los fríos vientos del invierno. MI hijo me observaba. Me puse a revolver hasta la última de las porquerías olvidadas en los roperos hasta que por por fin encontré en un rincón la bolsita de bengalas. Sus letras borroneadas marcaban una fecha de vencimiento ya lejana. Conduje a mi hijo hacia el balcón de mi tercer piso y encendiéndola lancé una estrella roja hacia centro de la noche azul cerrada.

Juntos de la mano miramos el mensaje escrito allí en el cielo. Quizás Alan desde una barca hundida pudiera leer nuestra luz de esperanza. Tal vez pudiera mi amigo ver con alegría la señal que rescata a un náufrago perdido en alta mar. Volví a mirar a mi hijo y le dije amistosamente “vamos adentro niño, voy a contarte una historia de bengalas en el mar”

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