jueves, 31 de julio de 2014

Un barrio de crayon

La calle Baigorria era el camino obligado para llegar a mi barrio, ubicado allá justo, en el culo del mundo. La empresa norteamericana Field lo había construido dentro del límite geográfico de Rosario, pero al borde de la Av. Circunvalación, y por mediados de los años 60, en que se fundó Parque Field, por la zona no había más que caballos y descampados con algunos alambrados y dos o tres bebederos para ganado. Recuerdo haber andado por allí con el negro Héctor una tarde de lluvia, y ver una vaca sumergida hasta el cuello en uno de esos pozos. Eran así de profundos, y diriá hoy, que fueron hechos por una retroexcavadora.

Mi barrio de los confines del mundo estaba custodiado por dos fortalezas industriales: Al este con la Cerámica Alberdi y al oeste por la Cristalería Cuyo, que si uno pasaba cerca, podía escuchar claramente el incesante ruido de vidrio moliéndose, y desde cualquier punto del barrio, se avistaban sus dos altas chimeneas, pintadas de rojo, que disparaban cordones de humo blanco sin elegir ningún papa. Esas empresas sin embargo, eran ajenas a la vida de sus habitantes, salvo por la sirenas que marcaban el cansino rítmo de sus horas sin reloj.

Las casas tenían arbolitos recién plantados en las veredas, perfectamente trazadas, entre los jardines y la calle, como en los dibujitos animados. Con callecitas circulares, placita, escuela y club. Sus casitas podrían verse tal como aparecen en el film El joven manos de tijeras. Cada una tenía un porche con un cantero bajo y alargado frente a la ventana de la cocina, techo a dos aguas, y un pinito delante del living, en el jardín, que desde el primer año de vida, fue utilizado para colgar lamparitas de colores, que titilaban en las vísperas de las primeras navidades de mi infancia, en inolvidables noches profundas y vírgenes, de cielos estrellados.

Su magia arquitectónica infundía un sueño de igualdad, una sensación de hermandad que todo los niños que allí crecimos recordamos de esa manera. El otro día nos reunimos allí, en la casa de Pablo Docampo, que aún conserva su diseño original, y al cruzar apenas el jardín y abrir la puerta de la cocina, me pareció estar entrando a mi propia casa, a la de Héctor, a la del cabezón Ginesci y a la de todos los amigos de mi infancia. Hasta le pedí permiso para pasar al baño, sólo para verme a mi mismo, enjuagándome en la bañera con diez años de edad.

Y fue misteriosamente también, un barrio solitario, lleno de vida, que quizás por su lejanía fue resguardado de guerras y atrocidades, de hambre y olvido, cosas que recién descubrí cuando decidí caminar más allá de sus fronteras. ¿Será mi barrio un barrio mágico y flotante? Con los años y la distancia Parque Field aparece en mi memoria como un dibujo de crayones, con un cielo de intenso celeste y un sol radiante.



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