jueves, 31 de julio de 2014

El radarista

Cuando a mi viejo le pusieron una válvula en la nuca empezó a delirar. En realidad aquellos sueños despiertos del sanatorio no se volvieron a repetir una vez devuelto a su piso 12 de pleno centro de Rosario. Sin embargo yo tenía curiosidad por saber que pensaba ahora mi padre de todo aquello. Como existencialista mordaz que era, su juicio nunca fue permeable a la influencia de ángeles y paraísos. Pero yo tenía la sospecha que todos los estamentos de su andamiaje antisobrenatural se habían derrumbado secretamente en su interior por causa de eso que vio, ¿O vivió? en su internación.

-Papá, ¿Podés recordar ahora esas visiones que tenías en el sanatorio? Le pregunté como seis meses después de operado.
-Sí, perfeectamente – me repondíó serio sin mover un músculo de la cara.
-¿Y qué pesnsás de eso? Ahora que estás lúcido ¿Que es verdad? Insistí.
Asintió dos veces con la cabeza – Sí- respondió gravemente.

Luego ya no quiso explicarse más ni responder otras preguntas sobre el asunto. Giró la cabeza hacia el televisor y se dispuso a ignorarme para persuadirme con ese gesto que ya no lo molestara. Y así lo hice.

Un par de años antes de su operación, y casi inmediatamente después de que su fábrica se fundiera, se sentó en un sillón y paso casi dos años allí esperando que la muerte venga a buscarlo. Conservaba su lucidez pero prefería el silencio y la abstracción. Se pasaba todo el día con su bata de rayas verdes oscuras, que hoy duerme en mi placard, y se trasladaba del sofá a la mesa para cenar. Se servía el vino inclinando cuidadosamente la botella hasta lograr que la bebida llegara al tope. Todas nuestras miradas, en ese momento se concentraban allí, en el vaso, en esa caprichosa maniobra de llenarlo hasta el borde, ni un centímetro menos. Luego se lo llevaba a la boca haciendo equilibrio con una mano temblorosa efecto de las pastillas que tomaba, y arrimaba la boca para beber el primer sorbito.

En esos últimos años su compañía nunca resultaba reconfortante. Lo visitaba un par de veces al mes y me iba de su casa sacudiéndome la pesadez como lo hacen los perros luego de una zambullida en el agua. Sus pocos comentarios resultaban circulares y caían siempre en el punto de la culpa y el fracaso. Su charla se había vuelto densa y parecía la de un hombre que sujetaba una pesada piedra colgando de un abismo. Uno estaba ahí y en su monólogo entraba en la vertiginosa sensación de ser arrastrado también hacia el vació.

Le dolía la nuca y los neurólogos descubrieron que una válvula en la base de su cerebro no funcionaba adecuadamente y decidieron operarlo. En el post operatorio comenzaron las alucinaciones. Entonces el neurocirujano se convirtió de repente en un capitán de navío con la secreta misión de asesinarlo.

Sus relatos de viejo convaleciente se me comenzaron a fundir con los recuerdos que yo tenía de sus propios relatos de juventud, y algo de todo aquello cobro un misterioso sentido en mi, percibí en eso una rara concatenación de referencias.

Mi viejo fue un ingenuo y orgulloso marinero en la revolución libertadora que derrocó a Perón ese fastidioso 16 de septiembre de 1955. El estuvo ahí con 20 años siendo el radarista de la nave escolta del almirante Rojas. Y creo que siempre sintió orgullo de su participación en aquellos episodios. Luego fue un destacado militante de la izquierda de Silvio Frondizi, sin embargo, por su modo de relatar los hechos, engolando la voz y sacando pecho, creo que la mística de la marina con sus charreteras bordadas en dorado, y sus blancos uniformes lo cautivaron, incluso hasta el día de su muerte. Fue un día trascendente para la patria y para él. Algo que jamás olvidaría porque su flota cañoneó varias veces y sufrió una sola baja, trágicamente la de su amigo, el radarista de la otra nave escolta. Una bala perdida lo mato. Mi viejo sintió que ese destino pudo ser el suyo.

¡Mami sacame de acá, me quieren matar! Decía mi viejo revolvíendose impaciente en la cama del sanatorio.

Y entonces aquella historia y esta, pensaba yo, mirándolo desde la otra cama. El neurocirujano, que disponía de su vida, se había vuelto un malévolo capitán de navío. Un joven radarista había muerto en la batalla. Y quizás, con la nueva válvula en el cerebro, el 55 había regresado abriéndole paso a unas heridas aún sangrantes que comenzaron a brotar, como el disparo de aire de una ballena, desde el fondo mismo de su memoria.



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